Daniel asintió levemente, sin añadir palabra, con una expresión de decepción y melancolía en la cara.
Eduardo, rodeando la cintura de Valeria con el brazo, le susurró al oído, pero con voz suficientemente audible:
—Vale, mi amor, no te vuelvas a juntar con gente de este tipo.
Daniel apretó los puños; sabía que el comentario iba dirigido a él. Incapaz de contenerse más, dijo:
—¡Ya basta! Me golpeaste dos veces, ¿qué más quieres?
Eduardo no le respondió, solo se burló.
Él no quiso prolongar la discusión, así que se dio la vuelta y se marchó.
Sintió las miradas de todos clavadas en su nuca y su espalda, usualmente erguida, se encorvó por la vergüenza.
Tampoco se atrevió a seguir ahí, armando un escándalo y atrayendo aún más la atención.
Daniel se escabulló hacia un rincón, ocultándose de los ojos curiosos.
No pensaba irse así como si nada.
«Sofía, maldita seas, ¡esto no se va a quedar así! ¡Qué bien te salió la jugada!»
Frente a él había varias copas; tomó una y se la bebió de un solo tra