38. Silente
Cinco lunas llenas y menguantes habían pasado desde aquella noche que había conocido mejor a su esposo, cuatro más cuando la mano helada del terror lo había arrancado de su vida. Los rescoldos de la crisis con Nathaniel, que en su momento habían ardido con la intensidad de un volcán doméstico, ahora eran cenizas frías, insignificantes ante la gélida realidad de su cautiverio en esta casa italiana olvidada por el tiempo. La venganza de Carmenza, la tía cuyo corazón parecía haberse petrificado en un molde de rencor, la había transportado a este rincón aislado, donde el silencio solo era interrumpido por el susurro del viento entre los cipreses y el eco lejano de alguna campana de iglesia.
La memoria del secuestro seguía siendo un nudo apretado en su pecho. La repentina intrusión en su estudio, la fuerza bruta que la había inmovilizado, el rostro retorcido de Carmenza, sus ojos inyectados en una furia fría y calculada. Luego, el largo y confuso viaje, el cambio de avión, la sensación de