Porque éramos gemelas, Laura fue hostil conmigo desde niña. No le gustaba compartir conmigo en ningún sentido, así que: capturaba la atención de nuestros padres, me robaba los juguetes y se apropiaba de mis vestidos bonitos, aunque ella tuviera una copia exacta. Todo lo que yo valoraba, ella lo quería.

Antes, mi madre y mi padre eran justos. Lo que recibía mi hermana, también lo guardaban para mí. A menudo le decían a ella que no me arrebatara las cosas, pero tras lo ocurrido hace cinco años, pusieron toda su atención en Laura.

Creían que yo era egoísta porque no había visitado a mi padre cuando estaba enfermo. Desde entonces, en nuestras discusiones, siempre se ponían del lado de Laura sin condiciones. Lo que más me decían era:

—¿Por qué molestas a tu hermana?

Tras años de pelea con ella, yo había perdido por completo. Ya no tendría más oportunidades de enfrentarla, así que le dije en voz baja:

—Sí, ganaste.

La cirugía de trasplante renal sería en dos horas y, con ella, mi vida llegaba a su fin.

La sangre envenenada ya había penetrado mi tuétano. Cuando el bisturí especial de hueso de dragón cortara mi piel, mi alma también se consumiría. Solo quedaría un cuerpo sin vida. En ese momento, ¿mi madre, mi padre y Simón irían a llorar por mí?

Quizá no. La partida de quien no era grato solo les traería alegría porque solo querían a mi hermana, no a mí.

Antes de la cirugía, los tres se reunieron alrededor de Laura, consolándola y animándola.

—Laura, no temas. Mamá y papá te esperaremos afuera. La operación será exitosa y tendrás un cuerpo sano —dijo mi papá con una ternura que yo nunca había visto.

Mi madre también le dijo con cariño:

—Cuando te recuperes, te cocinaré tus platillos favoritos.

Entonces, Simón sacó un collar de piedra lunar que brillaba con la luz.

—Compré el collar que viste en la casa de remates. Tras la cirugía, te lo pondré personalmente.

Toda su atención estaba en Laura, ninguno recordaba que yo también entraría al quirófano. Creía haberme acostumbrado al abandono, pero ver esa escena, en mis últimos momentos, me provocó un dolor fuerte en el pecho.

Así que pregunté lo que pensaba:

—Si muero en la mesa de operaciones, ¿se sentirán tristes?

Mi madre y mi padre se quedaron inmóviles, como si recién recordaran mi existencia. Una sombra de culpa cruzó sus caras, pero al comprender mis palabras, mi mamá dijo enojada:

—¡Qué tonterías dices! Es solo un trasplante de riñón. ¡No digas cosas de mal agüero!

Mi padre también me miró con desaprobación.

—¿Qué es eso de morir? Nadie se maldice así. Tras la operación, con un poco de reposo te recuperarás rápido. Al fin y al cabo, tu constitución es mejor que la de tu hermana.

—Después de la cirugía, te prepararé un banquete de mariscos. ¿No son tus favoritos?

Simón también tomó mi mano con suavidad.

—Tranquila, contraté a las brujas médicas más profesionales. ¡Garantizarán tu seguridad! Cuando salgas, te compraré lo que quieras.

Un sabor amargo inundó mi boca. Él compraba con anticipación los regalos que Laura amaba. Para mí, solo había promesas vacías. Cuando yo muera, él sin duda se alegraría. Así podría estar con Laura abiertamente. Los miré con nostalgia y entré resuelta al quirófano.

Efectivamente, al cortar la piel con el bisturí de hueso de dragón, mi última capacidad de sanar se destruyó. La sangre envenenada consumió el tuétano y mató mi alma, extinguiendo mi vitalidad. La vida llegó a su fin.

En el último instante, pensé: «si papá descubriera que quien le donó el riñón hace cinco años fui yo, que mi hermana se atribuyó mi sacrificio y que durante todos estos años ella me calumnió y oprimió... ¿lloraría por mi muerte?»

¿Se arrepentirían mis padres de haberme menospreciado?

Da igual. Aunque se arrepintieran, yo no lo vería. Si hubiera otra vida, no querría encontrarlos nunca más.