El viaje de regreso desde la casa de Nora se convirtió en un espacio de calma que parecía detener el tiempo. Noah se acomodó en el asiento trasero del coche, abrazando su pequeño peluche con fuerza, mientras sus manitas inquietas jugaban con los cordones de sus zapatos nuevos.

Cada tanto se asomaba por el espejo retrovisor, sus ojos brillando de emoción, buscando confirmación en nosotros, en mí y en Caelan. Su alegría era contagiosa, y yo sentía cómo mi corazón, aun temblando por la tensión de los días anteriores, empezaba a latir con un ritmo más sereno.

— ¡Mira, mami! —exclamó señalando un edificio que le había comentado hace meses que construimos—. ¡Es gigantesco!

—Sí, mi amor —respondí—. Es realmente grande, como tú lo imaginaste.

Caelan me miró de reojo desde el asiento del conductor, con una sonrisa que parecía iluminarlo todo a su alrededor. Era esa sonrisa suya que siempre me recordaba que, a pesar de todo, había algo estable en medio del caos.

Su mano descansó un instante sob