Los Vance.
La mañana no cayó: se desplomó.
Entré al estudio sintiendo como si el aire se hubiera espesado durante la noche, como si el edificio hubiera absorbido miedo y ahora lo exhalara en forma de silencio.
No hubo saludos, ni movimiento normal. Solo miradas rápidas, bocas apretadas, susurros que se callaban en cuanto pasaba cerca.
Mi teléfono vibró por quinta vez antes de llegar al ascensor.
Sin remitente, sin metadatos, sin posibilidad de rastreo: “Mira atrás.”
No lo hice.
No porque no quisiera, sino porque sentí que si lo hacía, algo iba a estar ahí. Algo que me había estado siguiendo desde que escapé del apellido Vance. Algo que había esperado pacientemente, años, para volver a tocarme la nuca.
Los empleados murmuraban.
—Dicen que la familia Vance está vigilando el estudio…
—…que enviaron gente…
—…yo escuché que no es coincidencia lo que está pasando…
Era como escuchar fantasmas hablar. Todo de lo que había huido, todo lo que había pretendido enterrar, ahora caminaba por los pasillos con