Capítulo 2

MELODY

Las contracciones que estoy teniendo son demasiado fuertes, me dobla el dolor y trato de mantener la calma mientras dos chicas del servicio me dicen que debo respirar con tranquilidad y no alterarme, siendo que es lo que he estado haciendo todo este tiempo, no es algo tan fácil de hacer. 

—Por favor, señora —me suplica una de ellas. 

El problema es que en estos momentos no tengo mente para hacer caso a sus súplicas, mucho menos cuando tengo el corazón roto, mi marido, el hombre más importante de mi vida me acaba de pedir el divorcio, no solo eso, sino, que me acabo de enterar de que lleva saliendo en secreto con Emilia, mi hermanastra. 

—¡Ay! —suelto cuando me viene una nueva contracción—. ¿Ya lo han podido localizar? 

Le pregunto a una de las chicas, pedí que uno de sus hombres lo siguiera, no debería estar tan lejos si se acababa de ir, ambas chicas se miraron entre sí, con complicidad. 

—¿Qué… sucede? —jadeo del dolor. 

—Me temo que los hombres llegaron hace un par de horas, dijeron que trataron de hablar con el señor Roman, sin embargo, este no se detuvo y les ordenó que no lo siguieran más o los iba a despedir, fue tan rápido que ni siquiera les dio tiempo de explicarle lo sucedido —arguye la chica. 

El dolor en mi pecho se mezcla con el de las contracciones, agarro mi móvil y vuelvo a llamarle, no responde, hago más intentos, el miedo recorre cada una de mis venas, no quiero pasar por esto sola, lo necesito, las lágrimas me inundan y cuando por fin lo creo todo perdido, él responde. Abro la noca para decir algo, pero me interrumpe abruptamente. 

—¡Deja de joder, las cosas ya están dichas, tengo trabajo, no me molestes más! —grita y enseguida cuelga. 

Dejándome con las palabras en la boca, las manos me tiemblan, sollozando vuelvo a intentar llamarlo, no me atiende, esta vez ha apagado el móvil, no tengo más opciones que hacer esto sola, el pecho me sigue doliendo y como puedo, con ayuda de las chicas, me pongo de pie. 

—Tengo que ir al hospital… —digo y mi voz tiende de un hilo. 

—Ahora mismo aviso a los hombres del señor Roman. 

—Gracias. 

No me preocupa el estado del hospital, pese a que ahora sé que Roman me odia, cuando supo que estaba embarazada, se encargó de que tuviera la mejor atención médica, así que mi doctor ya es avisado de que voy en camino. 

Las contracciones son más y más duras, pequeños calambres recorren mis piernas, es como ser partida en dos, quisiera tener una mano amiga que me dijera que esto saldrá bien, es mi primer parto y al parecer el último, enterarme de que Roman ni siquiera me tocó por placer, me hace sentir como una muñeca de trapo, sin vida, sin nada. 

—Todo saldrá bien —me repito entre lágrimas—. Tu bebé y tú van a estar bien. 

Nadie me dice nada, no hay nadie a mi lado que me dé esas palabras de aliento, solo me tengo a mí. 

—Vamos a estar bien, bebé, yo te voy a cuidar mucho, pronto vas a conocer a tu padre y estoy segura de que cuando de te vea, te va a amar mucho —el nudo en mi garganta se hace más fuerte. 

En todo el trayecto del camino, lucho contra los dolores de las contracciones, contra el dolor en mi pecho debido a mi corazón roto, contra los pensamientos que me atormentan y me repiten una y otra vez cada una de las palabras que me dijo Roman. No me ama, dijo que no me ama. Y creo que no podré hacer nada al respecto. 

Para cuando llegamos al hospital, una de las enfermeras me lleva en una silla de ruedas, mientras lo hago, el miedo de estar sola haciendo esto, hace que me tiemblen las piernas, los hombres de mi marido me esperan afuera mientras me preparan para el parto, y yo no dejo de llamarle a mi esposo en vano, esperando el milagro de que me responda. 

Al no hacerlo, me rindo, me quedo sin pila y guardo mis cosas, las doctoras son amables solo porque Roman les pagó la atención con anticipo, mientras me llevan a la sala de quirófanos diciendo que me falta poco de dilatación y que tendré que esperar un poco más hasta que esté bien dilatada para el parto natural, veo a una pareja que están a punto de ser padres. 

Él le recuerda que es la mujer más valiente del mundo, aunque pasamos rápido, alcanzo a escuchar como le repite que la ama, veo cómo le sostiene la mano con fuerza y ella puja con todas sus fuerzas, es en ese momento cuando siento envidia, porque a diferencia de ella, yo no tengo nadie que sostenga mi mano, nadie que me diga que me ama, de hecho, no tengo nadie que sienta algo por mí, solo me queda la satisfacción de saber que este bebé me tendrá solo a mí y yo a él. 

Porque este bebé me amará tanto como yo a él, ahora, somos los dos contra el mundo, las lágrimas no dejan de rodar por mis ojos y aparto la mirada de aquella pareja que está recibiendo a su hijo. Sostengo con fuerza mi propia mano, yo sola me doy los ánimos que nadie me da, me llevan hasta la sala de partos y me preparan. 

—Buenos días, señora Colifford —me saluda una doctora. 

El que me llame así, es un nuevo recordatorio de que Roman jamás me quiso, y de que cada una de las palabras que dijo son reales, porque cuando nos casamos, decidió que yo no adoptara su apellido, que mantuviera el mío. 

En pocas palabras, no quería que nada me relacionara con él y yo siempre fui tan ciega al aceptar las cosas que el me pedía por el amor que le juré tener, nada sirvió. 

—Buenos días —le devuelvo con dificultad. 

—Voy a revisarla —me dice y asiento. 

Las siguientes dos horas que paso, son de lo más aterradoras, cuando me avisan que ya estoy lo suficientemente dilatada como para dar a luz, comenzamos con la labor, todos los que me atienden son amables y me explican los pasos que hay que hacer. 

—¿Su esposo viene en camino? —me pregunta de repente una de las asistentes. 

—No… él está muy ocupado —me tiembla la voz. 

—Entiendo, es normal que las mujeres primerizas como usted, quieran tener a alguien cerca de alguien para que no se sientan solas —finaliza con simpleza. 

—Estoy bien —miento. 

No, no lo estoy, tengo mucho miedo, pero el saber que estoy a nada de conocer a mi bebé, me hace sacar fuerzas de donde creía que ya no las tenía, cuando comienzo a pujar, siento que me parten en dos por dentro, las piernas se me acalambran y por un instante pienso que no lo voy a lograr, pero lo hago, empujo con rabia. 

No tengo una mano que sostener como la mujer que vi en el otro quirófano, así que sostengo con fuerza las sábanas, tratando de enfocarme en lo que está a punto de saber. 

—Lo está haciendo bien, señora Clifford —dice la doctora que me está ayudando con el parto. 

Al momento que pujo con fuerza y el dolor me invade, los recuerdos hacen que el dolor aumente, es como ver toda mi vida pasar delante de mis ojos, lloro con fuerza al tiempo que pujo, la imagen de Roman pasa por mi mente y el corazón me late con fuerza, me repito una y otra vez que no soy importante para él. 

“No me ama, no me ama, no me ama, el hombre que consideraba el amor de mi vida, solo siente repulsión hacia mí” 

Y con estos últimos pensamientos, doy un último empujón y enseguida el llanto más hermoso de la tierra, inunda la estancia. 

—¡Lo hizo muy bien, señora Clifford, es un hermoso niño! —escucho que dice la doctora. 

Me dejo caer sobre la cama, tratando de regular mi respiración, siento que algo no anda bien. 

—¡Está entrando en paro! —grita alguien. 

Pequeños puntos negros inundan mi visión, de pronto, me siento en las nubes, cayendo en una oscuridad que me abraza, solo me dejo ir, escuchando un gran revuelo de fondo. 

[...] 

Para cuando abro los ojos, me encuentro en una habitación blanca, poco a poco los recuerdos me vienen a la mente, estoy viva, me incorporo buscando a mi bebé, estoy entrando en pánico hasta que la puerta se abre y entra una enfermera, me lo muestra y es el niño más hermoso que haya visto en la vida, se parece tanto a Roman, sacó su cabello oscuro, y mis ojos gris metal, la enfermera nos da tiempo a solas y lo admiro. 

—Hola, Brandon —susurro entre lágrimas—. Mamá te ama. 

Siento un dolor inmenso al saber que Roman no está aquí para verlo, entonces, la puerta se abre, entran dos hombres de traje negro, me arrebatan de mala gana a mi hijo, y enseguida entra… 

—Emilia. 

Ella me sonríe. 

—Hola, hermanita. 

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