Capítulo 2 — Tengo que encontrarla

Un lujoso automóvil de color oscuro se estacionó frente a la propiedad, el representante del banco, muy seguro de que podría tratarse de un cliente potencial, con dinero más que de sobra, se acomodó la corbata para recibir al recién llegado.

Un hombre joven, alto, elegante, atractivo, vestido con un traje de diseñador, se bajó de auto y mostrando una expresión llena de preocupación caminó apresurado hacia el sujeto del banco.

— Buen día, disculpe… Busco a Isabella Sinclair. — Anunció extendiendo la mano.

El sujeto del banco, estiró su mano para darle un apretón al extraño, mostrando una expresión llena de confusión.

«¿Quién será este hombre? ¿No y que la muchacha estaba sola? Pues hasta donde yo sé, solo eran la madre y la hija… Y luego de la muerte de la madre, la muchacha no tenía a nadie más a quien recurrir» sopesaba el hombre del banco.

«¿Podría ser…? ¿Será posible que la familia Sinclair de verdad estuviera involucrada con esta gentuza y ahora vendrían a extenderle una ayuda?», terminó suponiendo, por lo que de inmediato cambió su expresión por una amena sonrisa, no cualquier día se podía tener al frente a uno de los integrantes de esa prestigiosa familia.

— Mucho gusto, joven, soy Robert Lowell, representante del banco.

— Diego Ortiz. — Soltó el joven hombre y de inmediato, Lowell cambió su expresión por una mueca de decepción.

— Pues, bueno, señor Ortiz… Lamento mucho tener que informarle, que la joven Isabella Sinclair, ya no vive aquí. — Intentó sonar condescendiente.

— ¡¿Qué?! Pero… ¿Qué pasó? Supe de la muerte de la señora Patricia de Sinclair y viajé lo más rápido que me fue posible, ¿Cómo es que ya no vive aquí? — Increpo Diego, alarmado.

— Oh, sí… La señora falleció hace un par de semanas por una terrible enfermedad, un deceso muy lamentable, sobre todo considerando la cantidad de deudas que dejó a su hija, por eso, el banco no tuvo más opción que retener la casa como parte de pago… — Explicó muy tranquilamente, Lowell, mientras que el joven Diego abría los ojos de par en par, sorprendido.

— ¡¿Qué?! Isabella… — Diego dio un paso hacia adelante. — ¡¿Isabella, dónde está?! — Voceo desesperado.

El hombre del banco, dio un paso atrás, algo temeroso de la reacción del muchacho.

— No lo sé, no sé dónde está viviendo, la chica estuvo aquí hace como una hora, vino para recoger el correo, pero de allí, no sé más. — Lowell hizo un gesto con las manos, como si se las lavara y se dio la media vuelta.

Diego se quedó pasmado y aturdido, ¿Cómo pudo haber llegado tan tarde? Él le había hecho una promesa a Isabella hace varios años y fue incapaz de cumplirla, la había dejado sola y desprotegida.

De pronto, la voz de una mujer lo hace salir de su aturdimiento, confundido, Diego mira a su alrededor y ve a una señora, recostada a la cerca de la casa vecina.

— ¡Oye, muchacho! Escuché que buscas a Isabella… — La señora llamó su atención, él se acercó rápidamente, esperanzado.

— Sí, sí, gracias… ¿Sabe dónde está? — Preguntó rápido.

— Sé que no es de mi incumbencia, pero te daré un consejo… Te recomiendo que no la busques más… — Contestó la mujer con una expresión despectiva.

— ¿Qué?

— Cuando el banco la sacó de su casa, le ofrecí a la muchachita quedarse conmigo, me dio mucha lástima, pues pensé que era una buena chica que siempre cuidó de su madre… Pero la tuve que echar… — Explicó la mujer con el ceño arrugado.

— ¿Cómo? — Diego la miró con horror.

— Le di techo y comida, pensé que ella me estaba ayudando con los quehaceres de la casa, pero descubrí que la muy malagradecida estaba intentando seducir a mi esposo… Esa muchacha resultó ser una mosquita muerta, por eso la corrí… Y creo que se fue para un refugio de indigentes. — Murmuró la señora por lo bajo a Diego, quien sintió un pinchazo de dolor e indignación.

Él se irguió y dio un paso hacia atrás sin poder creer lo que escuchaba, al tiempo que la mujer asentía como una afirmación de lo que acababa de decir.

Diego levantó la vista hacia la propiedad de la mujer y notó, como un hombre de mediana edad, barrigón y algo calvo, se asomaba con cautela desde uno de los ventanales de la casa.

— Le recomiendo, señora, que vigilé muy bien a su esposo…

— ¿Qué? — La mujer lo miró confundida.

— ¡Por qué estoy seguro de usted vive con un pervertido y un posible violador! — Gruñó con rabia a toda voz.

— ¡¿Qué?! ¡¿Cómo se atreve?! ¡¿Cómo puede decir algo así?! — Comenzó a gritar la mujer, indignada, al tiempo que Diego se daba la media vuelta ignorándola por completo.

Él se dirigió nuevamente al representante del banco, Robert Lowell, quien seguía apostado en el porche de la entrada de la casa.

— ¡Señor, haga el papeleo ya mismo, yo compraré la propiedad! — Voceo con determinación.

— ¡Cla…! ¡Claro señor Ortiz! — Balbuceó sorprendido el señor Lowell.

El hombre entró rápidamente en la casa, para comenzar los preparativos, no dudaba ni por un segundo que ese joven tuviera la capacidad financiera para comprar esa casa de inmediato, con ese auto y ese costoso traje, lo decía todo.

Diego se apresuró a entrar detrás de Lowell y justo cuando pasaba la puerta, su teléfono celular comenzó a sonar.

— ¿Hola? — Contestó, regresando al porche.

— ¿Ya terminaste con tu asunto personal? — Preguntó una voz masculina que reconoció de inmediato.

— No, de hecho todo se complicó, no la encontré y ahora no sé dónde pueda estar… Tengo que encontrarla. — Gruñó Diego, apretando el aparato en su mano con fuerza, lleno de frustración.

— Te necesito de regreso para que te encargues de todo, tu vuelo ya está pautado para hoy y…

— Lo sé, pero ella… Escucha, necesito más tiempo, ella puede estar en peligro, está sola y la dejaron en la calle… — Intentó explicar Diego, cuando fue interrumpido.

— Ese no es mi problema… — Escuchó un gruñido al otro lado de la línea, seguido de un largo suspiro. — Diego, acepté que hicieras ese viaje solo porque eres uno de mis mejores gerentes, pero te quiero de vuelta ya mismo, hoy salgo de viaje y necesito que te encargues de todo en el extranjero… Si tanto te preocupa la muchacha, contrata a un investigador privado, para que se encargue de encontrarla.

— Claro… — Diego inhaló profundo. — Eso haré, no te preocupes, hoy tomaré mi vuelo.

— Bien. — Colgó.

El joven se quedó por un segundo, estático, escuchando solamente el pitido de la línea.

— ¿Señor Ortiz? — Diego escuchó una voz que lo llamaba a su espalda, era el representante del banco, quien traía un manojo de papeles en las manos. — ¿Hará la compra?

— Sí, sí, por supuesto. — Reaccionó con un sobresalto, ingresando en la vivienda rápidamente.

Diego había hecho un largo viaje con el único propósito de encontrar a Isabella Sinclair y no era que él quisiera esa casa, solo la compraba porque pensó que quizás a Isabella le gustaría tenerla de regreso, pues era la casa de sus padres.

Toda esta situación se le hacía impactante y lamentablemente, él se había enterado de todo muy tarde, Diego no dejaba de pensar, de imaginar, qué calamidades estaría pasando el amor de su vida.

*

Isabella se quedó paralizada, con el pequeño bolso en una mano y el sobre, con la carta y el pase del crucero en la otra, mientras ese par de hombres, la miraban de arriba para abajo con la maldad brillando en los ojos.

— Lo siento mucho Isabella, eras tú o eras yo. — Soltó Jade, con una expresión cabizbaja.

Isabella miró a su amiga, la única persona que le había tendido la mano los últimos días, la había traicionado, sin embargo, pudo notar como la chica, traía algunos moretones, seguramente los hombres la habían obligado.

Jade se dio la media vuelta y se fue, dejando a Isabella con esos horribles hombres.

La joven dio un paso hacia atrás, aterrada, y de inmediato, uno de los sujetos entró en la pequeña habitación, relamiéndose los labios, lo que le provocó a Isabella asco.

— Tranquila, princesita… Si pones de tu parte, no te dolerá tanto… — Gruñó con malicia.

— Oh, no, a mí me gusta que peleen, así me excitan más. — Soltó el otro desde más atrás.

Ella apretó los puños, aferrándose con fuerza a las cosas que llevaba en las manos, esa maleta y el sobre no le serviría de nada para defenderse, sus ojos se llenaron de lágrimas al darse cuenta de que no tenía escapatoria.

El hombre la sujetó por el cuello con fuerza y la empujó, haciéndola chocar contra la pared de fondo, su rostro se acercó al de ella, con la boca abierta y la lengua saliendo, provocando en la chica una arcada.

— ¿Te doy asco, perr@? — Gruñó con rabia, pegando aún más su cara a la de ella, lo que provocó más arcadas en la chica, al sentir su fétido aliento.

Lleno de coraje, el sujeto levantó la mano, con toda la intensión de golpearla, cuando del susto, instintivamente, Isabella soltó una patada con todas sus fuerzas justo en la entrepierna del hombre, quien la soltó por el dolor y cayó arrodillado.

Isabella apenas tuvo tiempo de medio respirar, cuando notó que el otro hombre caminó a paso decidido hacia ella, con los puños apretados.

Rápidamente, ella se lanzó sobre el catre de Jade, metiendo la mano bajo una almohada espichada, y para cuando el sujeto se abalanzó sobre ella, Isabella encontró lo que buscaba, un pequeño paralizante eléctrico que Jade guardaba, el cual estiró hacia el hombre, soltándole una descarga que lo hizo temblar.

El segundo hombre cayó entre estremecimientos sobre el suelo, Isabella los miró por un instante, todavía sin creer lo que acababa de suceder, ¿Cómo se libró de esos hombres? ¿Cómo pudo…?

Vio como uno de ellos intentó levantarse y presa del pánico, tomó rápidamente la pequeña maleta y el sobre con los papeles, para salir corriendo.

En el pasillo, vio a Jade llorando, pero Isabella no se detuvo, era tanto el miedo, que su cuerpo, sus piernas, solo le pedían correr y alejarse de ese horrible lugar, al que rogaba mentalmente no tener que volver, jamás.

Pasaron varios minutos en los que la joven corría por las calles derramando lágrimas, sin mirar para los lados, empujando a la gente en la calle, cuando el sonido de un chirrido de llantas, deteniéndose abruptamente, la detuvo.

Entre las lágrimas, ella solo pudo distinguir un automóvil oscuro que se le venía encima y parecía querer frenar, no hubo tiempo ni de saltar o reanudar la carrera, Isabella solo apretó sus ojos con fuerza.

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