Las llamas de la hoguera central danzaban en el gran salón, proyectando sombras alargadas y nerviosas sobre los rostros de los líderes del clan Lobo. No era una reunión cualquiera. No había celebraciones, ni brindis, solo el pesado silencio roto por el crepitar de la madera y la tensión palpable en el aire. Wolf se sentaba en su trono tallado, una figura de gran poder, pero esta vez, su autoridad se sentía más como una capa de hielo que podía resquebrajarse. A su lado, Bjorn, su lugarteniente de mayor confianza, permanecía de pie, su expresión grave, mientras Ulf y otros jefes guerreros se sentaban en semicírculo, sus ojos fijos en el suelo o en las brasas.

Fuera de los muros de la fortaleza, el viento aullaba con una ferocidad inusual, haciendo vibrar las persianas de madera y silbando por las rendijas. Era un sonido sombrío, casi como un lamento de los espíritus del Norte, un eco distante de las advertencias que estaban a punto de ser ignoradas.

Wolf fue directo al grano, su voz prof