El frío de la madrugada en la costa mordía la piel, más agudo que el propio acero. El pequeño campamento, apenas unas brasas moribundas y la silueta de los guerreros de Wolf envueltos en sus pieles, se disolvió antes del primer rayo de sol. La consigna de Wolf era clara: moverse antes del amanecer, ser fantasmas en la tierra que ahora les era tan hostil como protectora.

La nueva ruta, dictada por la traición del hermano de Wolf, era implacable. Abandonaron la comodidad relativa de la costa para adentrarse en el interior, por senderos que apenas calificaban como tales: valles estrechos, pasos montañosos cubiertos de nieve perpetua, bosques densos donde la luz del sol rara vez penetraba. El terreno era traicionero, y el riesgo de encontrarse con exploradores de la Reina Madre Hjordis o, peor aún, con algún aliado de su hermano, era una sombra constante.

Christina, a pesar de la resistencia de sus ropas sureñas al gélido clima, se movía con una sorprendente tenacidad. Cada paso era un des