El bote de Wolf, impulsado por los remos incansables de sus hombres y la ayuda de Kael, se adentraba en la inmensidad del Mar del Norte. La niebla, ahora casi disipada por el sol naciente, revelaba la costa lejana y escarpada. Atrás quedaba el Castillo del Cuervo, una silueta oscura que se encogía con la distancia, pero la amenaza de la Reina Madre Hjordis era tan palpable como el aire gélido que les azotaba los rostros.

Christina se acurrucó en un rincón de la balsa, sus ropas empapadas y su cuerpo tembloroso por el frío. La adrenalina de la batalla y la huida había comenzado a ceder, dejando paso a un agotamiento profundo y a una angustia silenciosa. La Reina Madre Hjordis no se quedaría de brazos cruzados. Sus ojos y sus hombres estarían peinando la costa, y cada hora que pasaba era un minuto más que ganaban, pero también un minuto más para que la persecución se intensificara. El miedo a ser descubiertos en cualquier momento era un nudo constante en su estómago.

Wolf, con sus propia