Un nuevo grito desgarrador cortó el aire como una cuchilla sobre tela sagrada. La sangre brotaba a borbotones desde el cuerpo inerte de Casandra, tiñendo el suelo con una promesa rota. Ícaro permanecía de pie, desolado, sintiendo que una parte de su alma se había evaporado en ese acto. Pero no había espacio para arrepentimientos: todo era como debía ser, cada pieza debía ocupar su lugar, y aquel era solo el principio. El silencio que siguió parecía ceremonial, como si el universo contuviera el aliento ante el giro que acababa de ocurrir.
Lo que Ícaro no había calculado era la segunda presencia. Brent estaba allí. Lo observaba con desconcierto, con un odio rabioso e instintivo. Para él, aquella muerte representaba una herida —no por pena, sino por derrota— y Brent no estaba programado para perder. El sudor le caía por la frente, las pupilas dilatadas, el aura oscura vibrando como un animal herido.
—Maldito bastardo, ¿cómo has podido hacer esto? —bramó antes de transformarse en bestia.
E