EPÍLOGO.
Me aferro con las uñas al lustroso cuero del asiento, mi respiración es rápida y mis jadeos se han convertido en fuertes gemidos que no puedo controlar. Cierro los ojos con fuerza mientras siento como mi orgasmo se aproxima a lo lejos, igual a una enorme ola en la lejanía. Esta limusina es muy parecida a la que transportaba a los hermanos Creel el día del atentado, de un color blanco hueso, al gusto del caprichoso príncipe de Pangea.

Una lágrima se desliza por mi mejilla y un quedo grito escapa de mis labios cuando siento el golpe de su palma contra mi trasero; no ha sido una suave nalgada, sino la viva expresión de la agresión. Pero el doloroso escozor en la piel viene acompañado de un inexplicable placer en mi entrepierna, de una deliciosa descarga que me recorre todo el cuerpo hasta concentrarse en mi sexo.

—¡Oh, Gian...! ¡Por favor!

Vuelvo a gritar y abro los ojos de golpe, las piernas me tiemblan y estoy a punto de correrme.

—Por favor, ¿qué? —dice en mi oído, aprisionando mi
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