DominicMis palabras cayeron como un martillo.El aire en la habitación se espesó. Unos segundos de incertidumbre… luego, los asentimientos comenzaron.Uno a uno.Cada jefe de mafia en la sala comprendió que no estaba jugando.—Entonces ahora hablemos de cómo haré de la Bratva la organización más poderosa de este jodido mundo y lo que les voy a dar a cambio de su lealtad por su apoyo, después de todo, les conviene estar de mi lado.Después de mis palabras, Luan Gashi, jefe de la mafia albanesa, fue el primero en romper el silencio. —Tienes el puerto bajo tu control, Ivankov. Eso vale mucho... pero no lo suficiente. Sus ojos azules, fríos como el acero, no parpadeaban. Sabía lo que quería. —Dame acceso a tus rutas de contrabando y tendrás mi apoyo para derrocar al Pakhan.Andru, a mi lado, tensó los músculos. Era un trato peligroso. Los albaneses eran buenos aliados, pero traicioneros. —No, las rutas son mías, respondí, sosteniendo su mirada. Pero te daré un diez por ciento... a
DominicEstaba ansioso por terminar las conversaciones con toda esa gente e irme a reunir con Trina. Los minutos me parecieron eternos, hasta que por fin pude dejar a todos atrás y dirigirme a buscar a la mujer que me había robado la paz.Mi cuerpo aún ardía con la adrenalina cuando llegué a su puerta. Los guardias se apartaron de inmediato cuando me vieron.—¡Retírense! —ordené.Empujé la puerta con un movimiento seco.Trina estaba junto a la ventana, descalza, con una camisa cubriéndole el cuerpo. Se giró cuando entré, sus ojos verdes afilados como cuchillas.—¿Viniste a continuar lo que empezaste? —preguntó con voz calmada, pero desafiante.Cerré la puerta con el talón, quitándome la chaqueta mientras avanzaba hacia ella.—No —gruñí—. Vine a recordarte por qué no debes desafiarme. Ella inclinó la cabeza, cruzándose de brazos. Caminé hacia ella y la agarré de la cintura.—¿De quién carajos es esa camisa? —espeté con furia.Ella se encogió de hombros y me miró con indiferencia.—¿Q
DominicElla jadeó, su cuerpo temblando bajo el mío. —Maldit0 ruso de mierd4. Te odio.—Yo te odio más… y si no gritas mi nombre, no pararé de reventarte y no te dejaré que llegues.—Eres un salvaje —gimió Trina, su voz entrecortada por el placer y el dolor.Aumenté el ritmo de mis embestidas, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba cada vez más. Sabía que estaba cerca del límite.—Di mi nombre —gruñí, clavando mis dedos en sus caderas.—Nunca —jadeó ella, desafiante, hasta el final.Deslicé una mano hacia su centro, estimulándola mientras seguía penetrándola. Trina arqueó la espalda, un gemido ahogado escapando de sus labios.—¡Dominic! —gritó finalmente, su cuerpo convulsionando de placer.Sonreí triunfante y aumenté el ritmo de mis embestidas. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación, mezclándose con nuestros gemidos y jadeos. —Te odio —murmuró Trina, su voz apenas audible.—El sentimiento es mutuo, cariño —respondí, besando su hombro.Sentí el orgasmo construyénd
IzanCuando escuché la orden de Dante, algo dentro de mí se revolvió.“Llévensela y castíguenla como quieran. Solo no la maten". Ordenó bruscamente.La orden de Dante resonó en mis huesos como un disparo en la noche. Mis puños se apretaron solos. Elizaveta, con esos ojos grises que parecían un cielo gris y tormentoso, no suplicó. Ni una lágrima. Solo se quedó quieta, como si ya hubiera aceptado su destino. Algo en mi pecho se retorció. No dije nada. No era mi lugar. Pero cuando Edoardo la arrastró fuera de la sala, sentí el sabor amargo de la culpa en la boca. No protesté. No en ese momento. Porque sabía que él estaba fuera de sí. Porque sabía que una palabra equivocada podía volverse en una guerra y ya ambos estábamos lo suficientemente maltratados. Pero por dentro… por dentro me hervía la sangre.Sí, me equivoqué con Irina. Pero Elizaveta no es Irina. Ella no tiene esa malicia en los ojos. Su miedo es real. Su voz es temblor y desesperación. Y ahora, estaba siendo entregada
ElizavetaEl primer latigazo no dolió tanto como el último. Porque aunque el cuerpo se adapta al dolor… pero el alma no.Ellos me gritaban, me escupían, se reían.—¡Pide clemencia, rusa de mierda! —decían—. ¡Pídelo!No lo hice.No porque no quisiera, sino porque… no tenía voz.Edoardo con una expresión de burla, llamó a otro par de hombres y se orinaron encima de mí, mientras uno de ellos grababa toda la humillación que me hacían. El acto me provocó tristeza, rabia, náuseas, pero me negué a vomitar. No les daría esa satisfacción.Cerré los ojos, intentando desconectarme de la realidad. Pero cada latigazo me devolvía al presente, a ese lugar húmedo y oscuro donde el tiempo parecía haberse detenido.No sé cuánto duró. Podrían haber sido minutos u horas. El dolor se volvió una constante, un compañero no deseado que se negaba a abandonarme.Cuando los otros estaban saliendo, uno de ellos se acercó a mí con una expresión de pura maldad y me escupió.—Esto es solo el comienzo, put4 —escup
IzanLancé una última mirada a la joven inconsciente antes de salir. Su rostro pálido y magullado me perseguiría, lo sabía.Me pasé las manos por el rostro. Estaba agotado. Furioso. Jodidamente frustrado.Mandé a buscar a tres mujeres. Llegaron justo cuando comencé a caminar por el pasillo.Les dejé claro que se turnarían para atenderla, que no quería gritos, ni quejas, ni desobediencia.—Una palabra fuera de lugar… y las saco a las tres —advertí—. Deben cuidarla y protegerla.Ella descansaría al lado de mi cuarto.En parte por protección.En parte para asegurarme de que ningún hijo de put4 se le acercara mientras yo no pudiera protegerla.Llegué a mi despacho, tomé el teléfono, respiré hondo antes de contestar. Saludé a mi padre.—Hola, papá ¿Cómo estás?“Hola, hijo ¿Cómo has estado? ¿Qué cuentas? ¿Por qué se fueron a la finca sin decir nada? ¿Pasó algo? ¿Dónde está Trina? La he estado llamando y no me responde”.Pensé rápido, no podía decirle que no tenía idea dónde estaba mi herman
IzanMe llevé la mano a la cabeza, sintiendo una profunda tristeza por Elizaveta. Es que ni en mis peores momentos habría permitido que ni siquiera mi peor enemiga pasara por algo como eso.Estaba inquieto. Impaciente. Quería que el amanecer llegara ya. Quería salir de la visita de nuestras madres y ver cómo amanecía Elizaveta y que esperara. Que Dante recuperara la lucidez, si es que todavía tenía alma para encontrarla entre tanto odio y alcohol.A las cinco de la madrugada salí de mi habitación. Me detuve frente a la puerta donde la había dejado. Pregunté por su estado.—Sigue dormida, señor —me respondió una de las mujeres. —El médico la estabilizó, pero dijo que el cuadro es delicado. Está muy débil.Asentí. No había tiempo para más.Tenía otro infierno que enfrentar.Caminé con decisión por los pasillos hasta llegar a la habitación de Dante. El olor a licor y sudor me golpearon antes de que abriera por completo la puerta. Todo estaba hecho un desastre: botellas vacías, cristales
Izan—No pasa nada, mamá —dije con la voz más firme que pude fingir—. Trina se fue con unas amigas.Mi madre me miró como si pudiera ver a través de mi piel. Su mirada era cortante, filosa, peligrosa.—¿Con unas amigas? —repitió.—Sí… fue algo de última hora. Quería despejarse —agregué rápido, antes de que mi tía Inés interviniera.Pero ella no se quedó callada.—¿Y a ustedes qué les pasó? —preguntó con un gesto entre el desconcierto y la sospecha—. Parecen salidos de una pelea clandestina. ¿Por qué están tan malogrados?Apreté la mandíbula.—Fuimos a practicar kickboxing. Terminamos bastante mal parados —respondí encogiéndome de hombros, como si no fuera gran cosa.Mi madre y mi tía se miraron, solo una fracción de segundo.Una mirada silenciosa cargada de duda y complicidad materna.Luego mi madre asintió.—Está bien, vayamos a casa.La tensión nos acompañó hasta la mansión. Yo caminaba con las piernas tensas, como si cada paso fuera una cuenta regresiva.Mamá miraba cada rincón, l