CAPÍTULO 40

EN OTRA LÍNEA DE TIEMPO…

Atina

El castillo tenía que estar cerca.

Después de un rato, el desierto de tocones flanqueados por hongos se desvaneció en un camino de piedra cubierto de musgo con todo tipo de malezas rizadas que brotaban entre los adoquines partidos.

Entrecerrando los ojos ante la luz de la luna, que era abundante y radiante a pesar de las densas masas de niebla que intentaban ocultarla, vislumbré algo que parecía piedra, pero no lo era. Algo duro como el granito, brillante como ópalos y blanco como la perla más pura.

Dejé la maleta, metí la brújula en el bolsillo de mi capa y, tras respirar profundamente, finalmente estiré el cuello hacia atrás.

Allí estaba, flotando a pocos metros del suelo, la cosa más mágica que una mente pudiera concebir. El Castillo.

Sus agujas oníricas y sus imponentes torres se desprendían de la penumbra brumosa para revelar un rosetón de vitrales, que rompía la luz de la luna en un océano de misteriosos rayos rojos. Debajo, la estructura se desple
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