EPÍLOGO

Romeo

Por mi vida, no podía entender de dónde venía el nombre del Palacio de los Sueños en ese Castillo, pues no tenía nada de onírico, de soñoliento o remotamente relajante.

Era mágico, ciertamente (después de todo, se trataba del Lejano Norte), pero a diferencia del Castillo, con sus ritmos lentos y sus fragmentos del universo, la magia del Palacio era un juego de óptica, de trucos elaborados e ilusiones fantasmagóricas.

Las habitaciones cambiaban constantemente, desplegándose en un nuevo escenario cuando menos lo esperabas. Afuera, pabellones cubiertos de hiedra emergían en el corazón de elaborados laberintos de setos, y fuentes plateadas manaban aguas color díctamo. Todo y todos estaban inquietos y emocionados, como un enjambre de abejas zumbando por una cosa u otra, lo cual era en parte la razón por la que sufría mi primer dolor de cabeza. La otra mitad de la culpa recaía en el heredero de este extravagante país de las maravillas: Apolo Zayra de Thaloria.

El hombre no dejaba de i
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