6. AVANCE PRE-GUERRA

«No imagino lo afectado que debe estar Su Majestad. No es culpa del príncipe, desde luego, pero su naturaleza demoníaca ya no pudo ser contenida. Todo viene de los orígenes de la difunta reina».

Las palabras de la Baronesa Alférez flotaban en el aire como veneno disfrazado de terciopelo. Desde mi compromiso, las visitas de damas como ella se multiplicaron; todas con la misma misión: husmear, exagerar y regar rumores en los jardines de la alta sociedad.

Con el abanico agitándose apenas en su mano enjoyada, la baronesa suspiró con dramatismo:

—Es una lástima. El príncipe Riven habría sido un joven tan apuesto... de no ser por esos ojos que nunca auguraron nada bueno. —Hizo una pausa calculada, saboreando la expectación—. Al final la profecía se cumplió: el príncipe ardió por dentro y su alma se tiñó de rojo.

Mamá se llevó una mano al pecho, como si esas palabras le arrancara el aire.

—Afortunadamente, la pequeña Margareth no estaba en palacio ese día. Podría haber sido una desgracia mayor —añadió la baronesa, en un tono de compasión fingida que sonaba más a triunfo.

No alcancé a ver todo el gesto de mamá, pero conozco su mirada cuando calla algo. Y no, no era alivio.

—Por fortuna —murmuró apenas, sin convicción.

Esa noche no pude sacar a Riven de mis pensamientos. Su historia empeoraba justo ahí, lo sabía. El aislamiento y la guerra lo convertirían en el hombre duro e implacable que el libro describía... y que como lectora alguna vez me pareció fascinante. Sé que no fue así, él no pudo enojarse y ordenarle a los demonios consumir el alma de los habitantes del castillo. No creo que el poder lo haya cambiado.

Aquí dicen que el príncipe Lian es el héroe de esa parte de la historia. Que fue él quien lo convenció de dejar el palacio para que no atacara sin querer a nadie más. Pero yo sé que no fue así. Él lo hizo por amor a su gente. Por aquella sensación de saber que lastimó a alguna de las personas que debía proteger.

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El palacio cerró sus puertas para reparaciones, y con ello mi educación quedó en pausa. Pero la pausa duró poco: pronto llegó el gran anuncio, y con él la euforia de mi padre. Su hija mayor sería reina. Por fin mamá y papá podían entrar al palacio sin depender de la abuela.

No todo fue alegría. La reina, siempre afilada, no tardó en demostrarlo.

—Veo que dedicaron todo su tiempo a la educación de la hija mayor —comentó con desdén cuando Lizzy puso los cubiertos en el lugar equivocado.

Papá miró a mamá con dureza, y ella reprendió a Lizzy. La niña rompió en llanto, incomodando a todos.

—Mi reina, Lizzy es muy joven —trató de excusarla mamá—. Pero ya inicié con su educación.

La reina la observó unos segundos, y lo dejó pasar. Pero cuando cuando el segundo hecho ocurrió, la reina perdió la paciencia que le quedaba.

—¿Es que acaso no tienes ojos? Eres un inútil, por eso sigues pobre.

Cubrí de inmediato mi boca con el pañuelo forzándome a no toser y luego un sorbo de agua terminó de estabilizar mi sorpresa.

Ahora sí, mamá y papá tendrán una gran noche... de discusiones encendidas.

—Perdóname Margareth. Pero ella no es como tú —La reina mira a Lizzy y luego a mis padres—Ella no podrá volver a poner un pie en palacio hasta que su educación esté completa. Sobre los quince años.

La taza de té en manos de mamá tembló antes de que la dejara con cuidado en la mesa. No le quedó otra que aceptar.

La abuela me envió felicitaciones por mi compromiso. Le respondí con gratitud y pedí consejo. Su contestación fue breve, casi cortante: «Aún eres muy joven para esos temas. Escríbeme de nuevo cuando tengas quince.»

Di de comer a la paloma mensajera y añadí unas palabras en mi réplica: «Espero con ansias tener quince años.»

Los días pasaron y mi educación cambió de tono: más estricta, más exigente. Aun así, encontraba placer en cada lección.

Una mañana, el maestro de historia intentaba citar un tratado con Gaelia, pero confundió las fechas.

—Fue en el año de la gran sequía —afirmó seguro.

No pude evitar alzar la mano.

—Perdone, maestro, pero esa sequía ocurrió tres inviernos después. El acuerdo se firmó en el año de la lluvia púrpura.

El hombre parpadeó sorprendido, rebuscó entre sus notas... y terminó asintiendo con una sonrisa incómoda.

En otra ocasión, durante una visita diplomática, escuché a un embajador discutir sobre las costumbres de su tierra. Me acerqué con discreción:

—¿Se refiere al festival de las mil linternas? —pregunté.

El hombre me miró con asombro.

—Exactamente, señorita. Pocos fuera de nuestras fronteras lo conocen.

Me ruboricé, pero su expresión complacida me dio un extraño orgullo.

Y cuando estudiaba lenguas antiguas, descubrí que las palabras bailaban en mi mente como si ya hubieran estado allí. Una tarde escribí sin dificultad una carta entera en un idioma que apenas había comenzado a aprender. El maestro la leyó dos veces, incrédulo, antes de declararla impecable.

No hacía falta presumir. Bastaba ver las miradas de mis instructores: mezcla de desconcierto y admiración.

Y aun así, de vez en cuando, el recuerdo de Riven volvía. Lo imaginaba solo, recluido en la mansión donde lo habían desterrado, rodeado de monstruos, convertido en sombra en la memoria de su propia familia.

El tiempo avanza. Mi trato con el príncipe Liam era cordial. Crecíamos juntos, y como en el libro, era imposible negar su encanto. Los suspiros tras los abanicos lo seguían a todas partes, y de vez en cuando lo sorprendía mirándome con seriedad, como si esperara algo de mí.

No niego que a veces lo espiaba desde los balcones, entrenando. Su espada brillaba con disciplina y su magia de viento era tan elegante como peligrosa. No estoy enamorada, pero tampoco ciega. Ya tengo trece años, y aunque logro resistir, sus sonrisas de príncipe encantador a veces hacen que mi mano tiemble o mi voz se quiebre. Jamás le daré ese poder sobre mí.

El reino empezó a cambiar. Una extraña hambruna se extendió: los ríos bajaban, los cultivos se marchitaban, la gente desesperaba. El hambre no ennoblece; solo empuja a la desesperación.

Los sabios concluyeron que el agua estaba siendo desviada desde el reino de Gaelia. Cuando la diplomacia falló... la guerra estalló.

El ambiente festivo del palacio se apagó. Las tropas partían, las calles se llenaban de rumores y miedo. Liam aún era demasiado joven para comandar, así que el rey convocó a Riven.

Y las leyendas no tardaron: decían que se había vuelto un dragón rojo, que devoraba almas en la oscuridad. Yo dudaba. A menos que lo hubiera leído en el libro, prefería no creerlo.

Dos años más pasaron. Estoy a pocos meses de cumplir los quince años. La reina decretó que mi cumpleaños no sería organizado por mis padres, sino por ella misma en palacio. Una celebración bajo su control, grande y majestuosa. Tal y como debe ser la de la prometida del príncipe. Todo un debut, aunque yo no necesitaba uno en teoría.  Se supone que ya tengo pareja.

Y mientras me probaba vestidos y repasaba protocolos, mi pensamiento regresó a esa promesa en voz baja, hecha junto a una fuente de mármol.

¿Vendrá a mi fiesta? ¿Siquiera me recordará?

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