El sacerdote, tomando una pausa para medir el peso del momento, continuó con mayor convicción, como si la valentía inadvertida que había mostrado me hubiera conferido una nueva firmeza.
—¿Si alguien tiene algo más que decir, que hable ahora o calle para siempre? —Las palabras retumbaron en todo el espacio sagrado. —¡Yo, me opongo! —gritó Amaya. La sorpresa se apoderó de todos; los asistentes habían sido convocados para el casamiento de su hijo y ahora eran testigos de su espectáculo inconcebible. —Ilán es incapaz de formar una familia y responder como hombre —declaró con una frialdad que heló la atmósfera—. ¡Es un incapacitado, no puede tomar decisiones razonables por sí mismo! Ante el estupor general, la voz de Ilán emergió con un eco de determinación que pocos le conocían. —¡Madre! Yo… yo acepto —balbuceó con dificultad—. Si... si... si Ivory me acepta, yo también. La atmósfera en la iglesia se tornó en un torbellino de emociones encontradas, y la exclamación de Amaya solo sirvió para intensificar la consternación general. —¡No puedes casarte, Ilán, no puedes decidir por ti! —Su voz, cargada de autoridad y desesperación, cortó el silencio mientras sus manos se aferraban a la silla de ruedas con una fuerza nacida del pánico—. Ivory te avergonzó delante de todos, haciéndose pasar por alguien que no te conocía. No puedo permitir esa boda. —Mamá… —gruñó Ilán en un murmullo, haciendo que ella lo soltara. Yo disfrutaba de verla asustada y me mantuve firme al lado de Ilán; mi determinación era férrea en medio del caos que Amaya intentaba desatar. Sonreí al ver su desesperación; suponía que yo no aceptaría casarme con un descapacitado. Ahora lo veía muy claro. Había buscado un actor para que se hiciera pasar por él y así arrebatarme la fortuna para saldar las deudas de juego de su hijo paralítico, pero no contaba con que yo lo aceptara. La miré, disfrutando de su desconcierto, y con un movimiento decidido, detuve el avance de la silla, protegiendo a Ilán de la turbulencia emocional de su madre. —¿Qué sucede, mi suegra? Usted misma arregló la boda —le respondí con una sonrisa que no alcanzaba mis ojos—. ¿Teme perder a su adorado hijo? No se preocupe, viviremos juntas. Esa sería mi venganza. El sacerdote observaba la escena, consciente de que cada palabra y cada gesto serían inscritos en la memoria colectiva de los presentes. Pero no me echaría atrás. —Padre, ya oyó a mi prometido, termine —dije, volviendo a colocar a Ilán a mi lado, reafirmando mi posición y mi resolución de seguir adelante a pesar de las adversidades. —Te arrepentirás de esto, Ivory —murmuró Amaya con un hilo de voz cargado de veneno, mientras el sacerdote pronunciaba las palabras que sellaron el destino de los dos jóvenes. —Los declaro marido y mujer —dijo con solemnidad, dando por concluido el rito que había sido testigo de una lucha de voluntades tan intensa como la misma ceremonia—. Puede besar a la novia. Ignorando la amenaza sibilina de mi suegra, me incliné con delicadeza y besé los labios de Ilán, que, para mi sorpresa, me besó profundamente. Ese contacto era un desafío abierto a la autoridad de Amaya. —Gra..., gracias —logró articular Ilán, esforzándose por esbozar una sonrisa—. No te arrepentirás. Con una sonrisa que revelaba más determinación que felicidad, tomé con firmeza las manijas de la silla de ruedas de mi ahora esposo y lo guié por el pasillo central. Fue entonces cuando me percaté de que ni uno solo de mis invitados había acudido a la ceremonia. La cruel realidad se impuso; seguramente ninguno había sido convocado. ¿Cómo pude ser tan tonta? Un nudo se formó en mi garganta al darme cuenta de la magnitud de la traición de mi asistente personal, Dafne, que me miraba atónita de pie al lado de Amaya, pero lo tragué con la misma firmeza con la que había enfrentado cada obstáculo hasta ese momento en mi vida. Una cascada de globos blancos comenzó a caer del techo, como una ironía del destino, celebrando una unión que nadie más parecía reconocer. Los globos se enredaban en las ruedas, dificultando el camino. Pero yo, llena de frustración, luché para abrirme paso a través de ellos, liberando la silla de mi marido de los obstáculos que simbolizaban nuestra lucha contra la adversidad. Finalmente, llegamos al exterior de la iglesia, donde nos esperaba una sorpresa más: en lugar de la limusina que había reservado, encontré el auto adaptado para discapacitados de Ilán. —¿Ya va a regresar a la casa, señor? —preguntó el chofer, viniendo a nuestro encuentro. —No —respondí con firmeza—. Nos iremos de luna de miel. Ilán me miró sorprendido, pero no se opuso. Tenía una rara expresión, pero al parecer entendía mi decisión. ¡No me iba a rendir ante Amaya! Me incliné sobre él con una ternura que contrastaba con la crudeza del día. Sin saber por qué, le dije: —No temas, te cuidaré toda la vida, te lo prometo —entrecerró los ojos sin decir nada, solo asintió. Fue entonces cuando la voz de Amaya cortó el aire, fría y autoritaria, ordenando al chofer que retomara el control de la situación. —¿Qué esperas? —espetó furiosa, dirigiéndose al chofer—. Toma a Ilán y llévalo a su cuarto. —¡Mamá, deja el alboroto! —dijo de pronto Ilán, girando la silla para verla. Pero mi suegra estaba llena de ira y satisfacción. Sostenía un papel en alto que pretendía ser el símbolo de su poder sobre Ilán, declarando que ella tenía la autoridad para tomar decisiones en nombre de su hijo. Sin esperar que él dijera nada, con un gesto impetuoso arrebaté el documento de las manos de Amaya y lo hice pedazos ante la atónita mirada de los presentes. —Es mi esposo, nadie más tiene derecho a decidir sobre él —declaré, sosteniendo la mirada de mi suegra—. Usted misma me lo entregó; quédese con toda mi fortuna en pago por su hijo. Pero olvídese de que existe. La expresión de Amaya se endureció aún más, si eso era posible. La sorpresa inicial dio paso a una furia contenida ante mi audacia. No esperé respuesta. Con un movimiento fluido y decidido, subí a Ilán, ayudada por el chofer, al auto, envolviendo mi hermoso vestido de novia para evitar que entorpeciera mis movimientos, y, con una agilidad sorprendente, me deslicé detrás del volante del vehículo adaptado. Encendí el motor y miré por última vez a través del parabrisas hacia la iglesia, hacia la mujer que había intentado controlar mi destino. Luego, con un giro suave del volante, me alejé llevándome a mi ahora esposo discapacitado. —Todo estará bien, Ilán, no temas —dije, mirando por el retrovisor, sin saber si lo estaba consolando a él o a mí. Estaba consciente de que nada estaría bien con mi suegra como enemiga. ¿Y ahora? ¿Qué demonios iba a hacer? ¿Podría ir a mi casa a recoger algunas cosas?