La atmósfera en la iglesia era eléctrica; los murmullos de los asistentes se mezclaban con los destellos intermitentes de las cámaras y las luces artificiales. Yo, Ivory Cloe, había decidido afrontar el momento en solitario al no tener familia. Era una resolución que Ilán había respaldado, un reflejo de mi independencia y fortaleza.
Mientras avanzaba hacia la iglesia, me sentía demasiado sola. "Debí pedirle al menos a Amelie que volviera", pensé. La iglesia se erguía majestuosa. Me detuve un instante en el umbral, embelesada por la magnificencia que me envolvía. El aire vibraba con el murmullo de plegarias antiguas y venideras, y el aroma del incienso se entrelazaba con la frescura de las flores blancas que engalanaban cada banco y rincón. Los arreglos florales eran un himno a la pureza y la elegancia; lirios, rosas y orquídeas componían un tapiz viviente que parecía desplegarse en todas direcciones. Las velas, colocadas con meticulosa precisión, titilaban como astros terrenales, reflejando su luz en los dorados detalles del altar. Los lazos de seda blanca se mecían delicadamente al compás de una brisa casi imperceptible, como si un coro invisible de ángeles se desplazara entre los congregados. La alfombra roja, rica y profunda en su tonalidad, se extendía ante mí como el sendero hacia un destino soñado, salpicado por pétalos de rosa que parecían descender en un perpetuo momento de gracia. ¡Todo estaba perfecto como lo había planeado! Cada paso que daba me acercaba a la felicidad, mientras la marcha nupcial llenaba el espacio con una melodía que me transportaba a otro mundo, donde cada sueño era posible. Era más que una boda; era la materialización de mi cuento de hadas y yo era la protagonista. La luz del atardecer se filtraba a través de las altas ventanas, bañando todo en un resplandor celestial que prometía un comienzo bendito para mi nueva vida. No podía evitar sentirme como la heroína de una historia antigua, avanzando hacia mi destino con la bendición de los cielos y la tierra, todo encapsulado en este instante de esplendor y fantasía. Mi corazón latía con una mezcla de anticipación y un temblor indescifrable. Los ojos de los presentes me seguían, pero yo solo tenía una persona en mente: Ilán, mi prometido, mi futuro. El pasillo se extendía como un río interminable de pétalos y promesas de amor. Cerré los ojos, inhalando el olor de las flores. Todo estaba perfecto. Avancé despacio, como había practicado, y mi mirada se lanzó frenéticamente en busca de mi amor. Pero no había rastro de Ilán. Un vacío helado se apoderó de mi estómago. ¿Me habría dejado plantada? Mi corazón se saltó un latido, sintiendo que moría, cuando un murmullo cortó el silencio. Todos los rostros se giraron y allí estaba él… ¿Qué le había sucedido? Corrí a su encuentro al verlo ser empujado hacia mí en una silla de ruedas, pero me detuve, sin poder creerlo: ¡mi Ilán no era mi Ilán! ¡No era él! En lugar del hombre con quien había soñado que me estaría esperando en el altar, un desconocido con su imagen se acercaba visiblemente molesto. Nadie podía engañarme; sus ojos, que me miraban con incredulidad, me lo decían todo. Venía escoltado por Amaya, cuya expresión había perdido toda calidez maternal para dar paso a una máscara de frialdad estratégica. A su lado, mi asistente Dafne esbozaba una sonrisa triunfal y despiadada. Algo no estaba bien, lo supe; el semblante de mi suegra y la tensión en el rostro del hombre en la silla de ruedas me lo decían. Esto no era una broma; era algo mucho más macabro. Me di cuenta de que este día no era la culminación de mi cuento de hadas, sino el comienzo de mi infierno. —¿Qué significa esto? ¿Quién es este hombre? —pregunté de inmediato—. Si esto es una broma, no le veo la gracia, mi suegra. La respuesta vino del hombre en la silla de ruedas, cuyos ojos me miraban con una seriedad que me helaba la sangre y, al mismo tiempo, con asombro e incredulidad.Era el hombre que había visto en las revistas, su mirada era aquella. Amelie me lo había advertido. —Yo soy el verdadero Ilán Makis —afirmó—. No sé… qué es todo esto, pero al parecer, yo... yo soy tu prometido. —¿Qué? —pregunté, sosteniendo la mirada del hombre en la silla de ruedas. Era una mirada limpia y sincera; ¡él me estaba diciendo la verdad! —No puede ser verdad, Amaya, ¿dónde está tu hijo? La vi reírse, y me di cuenta demasiado tarde de que: ¡había caído en la trampa de mi suegra! Lo peor es que aún no sabía hasta qué punto. Amaya, con una frialdad que nunca me había mostrado, hizo una señal a Dafne para que empujara la silla de ruedas hasta quedar frente a mí. Me miró fijamente, con una mezquindad que me heló la sangre, y con una sonrisa cruel, espetó: —Querida, ¿te sientes bien? ¿Por qué me preguntas por mi hijo? Míralo aquí, ¿acaso no reconoces a tu prometido? —preguntó lo suficientemente alto para que toda la iglesia lo escuchara—. Ahora me resulta increíble que hagas esto porque lo ves en silla de ruedas. ¿No me digas que te arrepentiste de casarte con un paralítico después de que te ha dado tanto dinero y complacido en todos tus caprichos? —¡Mamá! ¿Qué pretendes con esto? —murmuró Ilán, tomando a su madre por la mano. Me había quedado anonadada. Ella me estaba presentando como una mujer insensible y aprovechada. Pero no se detuvo; Amaya desplegó unos documentos ante una audiencia ávida por el espectáculo, mostrando unos papeles mientras anunciaba: —Señores... Ilán... —se giró hacia él con una sonrisa triunfal—. ¡Como regalo de boda, tu esposa te ha entregado todas sus propiedades! Y mostraba las transferencias de propiedades que evidenciaban que yo había transferido todo lo que poseía a Ilán Makis, mi prometido. —Proclamaste que te consagrarías a cuidar de tu amado al quedarse así, tal como tu madre lo hizo por tu padre —dijo con desprecio y una sonrisa venenosa—. Qué admirable de tu parte, querida Ivory. No creo que lo vayas a rechazar ahora. En ese instante, me di cuenta de que el hombre que había amado y la vida que había imaginado eran tan solo ilusiones: ¡había caído en la trampa de su suegra! Observé cómo Ilán tomaba los papeles con manos temblorosas y se los arrebaté. Mi sangre se congeló en mis venas al ver mi propia firma adornando cada traicionero documento. Pude ver la sonrisa de Dafne, una burla a mi confianza ciega. Había firmado todo sin mirar ni leer. La realidad me golpeó al ver que había sido engañada, manipulada y robada. Sin saber por qué, o quizás sí, las palabras de mi madre resonaron en mi mente: "Nunca confíes ciegamente y siempre lee todo lo que firmas." Pero sobre todo, las de mi mejor amiga Amelie: "No hay peor ciego que el que no quiere ver". Y yo había estado demasiado ciega. ¿Ahora qué iba a hacer?