134. EL ABANDONO DE IVORY
Ajeno al torbellino mediático que mi gesto había desatado, me encontraba sentado en la esquina opuesta de la enorme mesa de conferencias de mi empresa. Mi postura, rígida y distante, contrastaba con la sonrisa triunfal de Geraldine, quien, junto al matrimonio Valdivieso, me observaba desde el otro extremo. Con voz gélida, carente de cualquier atisbo de cordialidad, rompí el silencio:
—¿Y bien, qué es eso tan importante que quieren tratar conmigo?
Mis ojos, normalmente cálidos, ahora parecían dos trozos de hielo. Geraldine, sin perder su sonrisa, miró cómo la puerta se cerraba detrás de mi asistente y preguntó con fingida inocencia:
—¿Ivory no viene?
Sentí mi mandíbula tensarse visiblemente y acomodé mi silla con gran lentitud antes de responder:
—Sólo yo los atenderé. Por favor, tengo mucho trabajo; sean breves.
El señor Reidel, percibiendo la hostilidad en el ambiente, sacó una carpeta y se la ofreció a Geraldine para que la entregara. En un gesto calculado, le indi