La habitación aún estaba impregnada del aroma del amor. El aire cargado de deseo satisfecho y de una intimidad tan cruda como sagrada. Julian yacía sobre Kira, aún dentro de ella, ambos desnudos, sus cuerpos cubiertos por una ligera capa de sudor. El ritmo de sus respiraciones apenas comenzaba a calmarse. Kira tenía los ojos cerrados, sus dedos acariciaban lentamente la espalda de Julian, subiendo y bajando por sus omóplatos marcados, sintiendo la tensión de su cuerpo que, poco a poco, se disolvía con sus caricias.
Julian no decía nada. No podía. Había algo en su pecho que dolía, que ardía como una cicatriz abierta. Kira, con los ojos entreabiertos, lo notó. Esa mirada perdida, esa rigidez en su cuello, ese silencio que pesaba más que cualquier palabra.
—¿Estás bien, Juls? —preguntó suavemente, con la voz ronca del placer reciente.
Julian asintió al principio, pero luego negó. La contradicción fue tan visible que Kir