La lluvia seguía cayendo cuando salieron del edificio. No se apresuraban. No tenían a dónde correr, ni a quién rendirle explicaciones. Caminaban juntos hasta la acera como si ese trayecto fuera lo único que los mantenía en pie. Julian no tenía deseos de regresar a su oficina. ¿Para qué? Allí solo lo esperaba el eco de una decisión que no logró cumplir. Kira, por su parte, parecía más liviana, como si haber gritado le hubiera vaciado el veneno. Pero Julian la notaba tensa. Como si por dentro todavía estuviera lista para patearle los dientes al mundo.
—Gracias —murmuró ella, levantando la mano para pedir un taxi. Su voz sonaba ronca, pero firme.
Julian se sorprendió. No por la palabra, sino porque se sintiera tan sincera viniendo de alguien que claramente no confiaba en nadie. —¿Por qué? —preguntó sin mirarla. —Por no hacer preguntas. Él asintió, apenas. Y luego ella, sin mirarlo tampoco, agregó casi en un susurro—: Mi hermano está enfermo. Y mi pareja es un imbécil.No hubo más. No quería lástima. No pedía consuelo. Solo dejaba esas piezas sobre la mesa como quien lanza migas, sabiendo que si alguien las recoge, será bajo su propio riesgo.
El taxi tardó en llegar. El viento se colaba entre los edificios y la lluvia golpeaba sin piedad. Julian no sentía frío. Ni calor. Solo vacío. Pero al mirarla de reojo, notó algo que no esperaba: fuego. A pesar del cansancio, a pesar de la tormenta, a pesar del imbécil y del hermano enfermo… ella no se apagaba. Ardía por dentro.
El taxi frenó y Kira puso la mano en la manija, pero antes de entrar, lo miró.
—Si algún día quieres volver a gritar bajo la lluvia... ya sabes dónde encontrarme.
Y por primera vez, sonrió.
No esa sonrisa educada que se da por lástima. Una de verdad. Julian la devolvió, apenas, como si su rostro estuviera aprendiendo a hacerlo. No se pidieron teléfonos. No se abrazaron. No hacía falta.—Buena suerte, millonario deprimido —dijo ella, antes de cerrar la puerta.
—Y tú... cuídate, barbie antisistema —respondió él, y ambos soltaron una risa cansada, pero real.El taxi se perdió entre los faros mojados de la calle.
Julian se quedó un segundo más ahí parado, como si el aire ahora pesara distinto. Luego caminó.Su casa estaba en una zona donde la gente hablaba bajo y los vecinos se espiaban con sonrisas falsas. No era un regalo de su familia, como muchos suponían. Era suya. Comprada con su dinero. Con las ventas de su galería, con los negocios que cerró en cafeterías de mala muerte y no en despachos de mármol. Era el único espacio que no le debían a nadie. Y al cruzar la puerta, supo que algo andaba mal.
El aire estaba tibio. Demasiado. Y el olor... perfume caro. Uno que conocía bien. Vanessa.
La encontró en el sofá, descalza, con una copa de vino en la mano y las piernas cruzadas como si todavía tuviera un lugar en su vida.
—Hola, amor —dijo con esa voz dulce que usaba cuando quería salirse con la suya.
Julian la miró desde el umbral de la sala como quien ve una cucaracha en su taza de café.
—¿Qué haces aquí?
—¿De qué hablas? Esta casa es mía —respondió ella con naturalidad—. Marcus me la dejó.
La carcajada que salió de Julian no fue divertida. Fue seca, hueca.
—¿Marcus te la dejó? Qué generoso... considerando que no es suya.
Vanessa frunció el ceño, pero aún jugaba a la seductora.
—Oh, vamos, Julian. No seas infantil. ¿De verdad piensas que tienes derecho a echarme? Después de todo lo que compartimos…
—¿Compartimos? Tú y Marcus comparten cosas ahora, ¿no? Cama. Mentiras. Y por lo que veo... delirios inmobiliarios.
Se giró sin decir más y fue al clóset. Tomó su vieja maleta de cuero. Comenzó a empacar sus cosas. No las suyas. Solo las de ella. Frías, metódicas. Cada prenda, una despedida. Cada zapato, una herida que ya no sangraba.
Vanessa lo siguió.
—¿Qué estás haciendo?
—Sacándote. Antes de que lo haga la policía.
Ella se rió. Esa risa venenosa que usaba cuando lo subestimaba.
—¿Estás borracho? ¿Drogado?
Julian no respondió. Cerró la maleta con fuerza y la bajó por las escaleras. Abrió la puerta de entrada, la dejó caer sobre el porche empapado por la tormenta.
—Te lo diré solo una vez —murmuró, con una calma que helaba—. Esta casa es mía. Tengo las escrituras. Las facturas. El recibo de cada maldito ladrillo. Así que... llama a quien quieras. Pero desde la calle. Maldita puta.
Vanessa se quedó de piedra. Nunca lo había visto así. No era el Julian dócil. No era el hombre amable, callado, que bajaba la mirada cuando ella lo humillaba.
Este era otro.—Voy a llamar a Marcus —escupió al fin, sin saber qué más decir.
—Hazlo. Yo llamo a la policía.
Y lo hizo. Marcó.
El tono sonó dos veces.—Hola, sí... me llamo Julian Blackthorne. Mi exprometida acaba de irrumpir en mi casa. Estoy solo, y su amante ya me golpeó esta semana. Me preocupa mi seguridad.
Colgó. Se apoyó contra la pared. Respiró.
Por primera vez en años, no se sintió una víctima. Se sintió dueño.Del otro lado de la ciudad, Kira entró a su casa con los zapatos encharcados. Lo primero que vio fue a Diego en la cocina, con una caja en las manos.
—Aquí tienes —dijo, como si nada hubiera pasado. Como si no la hubiera violado emocionalmente horas antes—. El medicamento de Luka.
Ella lo tomó sin mirarlo.
—Gracias.
Él sonrió como si eso borrara todo.
—Escucha, sé que estás molesta. Pero fue un malentendido. Esa mujer... no significa nada.
Kira no respondió. Guardó la caja en el refrigerador, cerró la puerta y se quedó en silencio.
Diego la rodeó, puso una mano en su cintura. Ella no lo detuvo. Aún no. Él se acercó más, buscó besarle el cuello.—¿Te puedo compensar esta noche? —murmuró.
—No tengo ganas —respondió ella, con voz baja, pero firme.
Diego se quedó quieto. Como si no entendiera el idioma.
—¿Estás... enferma? ¿Qué pasa?
Kira giró hacia él, cansada. Harta.
—¿Sabes cuántas veces me he corrido contigo? —preguntó con una frialdad quirúrgica—. Ninguna. Siempre te vienes tú. Yo termino en el baño, masturbándome como una idiota.Diego palideció. Nunca lo había escuchado así.
Ella lo empujó con suavidad.
—Esta casa no es tuya. Esta cama no es tuya. Y mi cuerpo... tampoco.
Se metió al baño, cerró con llave. Se quitó la ropa mojada. Se metió bajo la ducha.
El agua caliente le ardía en la piel, pero no se quejaba.Cerró los ojos.
Y pensó en Julian. En su mirada. Dorada, intensa... vacía. Como si hubiera vivido mil vidas y en ninguna hubiera sido feliz.Pero cuando sonrió…
Dios. Se veía guapo cuando sonrió.