El grito de ella todavía flotaba en el aire cuando Julian salió del trance. Había estado tan cerca. Solo faltaba un gesto. Un leve movimiento del dedo. Un segundo más. Pero el mundo, de pronto, decidió no dejarlo ir tan fácil. Y ese mundo tenía nombre, piernas largas, una sudadera gigante y la voz más rabiosamente viva que había escuchado en mucho tiempo.
Ella no lo vio. Caminaba de un lado a otro por la oficina como un huracán con zapatos mojados, murmurando entre dientes insultos que sonaban a ucraniano o a maldición ancestral. Julian, aún en la sombra, la observó. Tenía el rostro enrojecido, empapada de lluvia, con las mejillas ardientes de furia. Una especie de belleza salvaje, cruda, rota. Como una mujer al borde de algo más grande que ella misma.
—¡Ojalá se te caiga! —gritó de pronto, y pateó la puerta con fuerza—. ¡Ojalá se te infecte! ¡Ojalá se te meta una espina en la punta y no puedas mear en un mes!
Julian no supo si reír o aplaudir. Era como si alguien hubiera invadido su funeral para convertirlo en una tragicomedia. Ella soltó una bolsa con fuerza en el suelo, suspiró y se quedó quieta un instante, con los ojos cerrados, como si acabara de expulsar veneno acumulado por años.
Entonces lo notó.
—¿Y tú quién demonios eres?
Su voz no era de miedo. Era de desafío. Como si estuviera lista para pelear con cualquiera.
Julian alzó lentamente las manos, aún sentado en el suelo.
—Yo... trabajo aquí.
—¿Esta oficina es tuya?
—Digamos que no. ¿Y tú?
—Yo... necesitaba gritar. No sabía que había gente. ¿Estabas muy ocupado?
Julian ladeó un poco la cabeza, y su mirada se dirigió por un instante hacia el escritorio, donde la pistola seguía esperando su papel protagónico.
—Digamos que tenía una reunión con mis demonios internos. Pero ya se fueron. Gracias a tus encantadores gritos.
Ella lo miró por unos segundos, sin entender si era sarcasmo o sinceridad. Luego se encogió de hombros y se dejó caer en el suelo, a una prudente distancia de él. El silencio se instaló entre los dos como una tercera presencia. No incómoda. Solo... cansada.
—Perdón. Tenía que sacarlo —dijo ella, mirando al techo.
—¿Qué hizo el sujeto en cuestión? ¿Te dejó por otra? ¿Te robó el coche? ¿Mató a tu perro?
—Peor —dijo ella, con una risa rota—. Me dejó por una Barbie con tetas de silicona y cerebro de aguacate.
Julian no pudo evitarlo. Una sonrisa se le escapó, casi por reflejo. Fue la primera en horas, y dolió. Como si su cara no recordara cómo se hacía.
—Clásico —murmuró.
—Y lo peor —siguió ella, como si las palabras le salieran con hambre— es que me lo negó. ¡Dijo que “solo hablaban”! ¿Quién demonios se le sienta encima a alguien para hablar?
—Depende del tipo de conversación. Tal vez estaban intercambiando... ideas profundas.
—¡No le cabe una idea profunda ni en el cerebro ni en los pantalones! —soltó con una risa que no llegaba a los ojos—. Seguro la Barbie cree que encontró un semental. Y en dos semanas va a estar buscando baterías para el juguete.
Julian tosió, o se atragantó, no supo. Ella lo miró por el rabillo del ojo, y por un instante, sus miradas se cruzaron con algo más que burla. No era coqueteo. Era reconocimiento.
—¿Tienes algo más fuerte que ese whisky? —preguntó, señalando la botella vacía en el suelo.
—Solo tequila. Pero lo reservo para emergencias.
—¿Y esto qué es?
—Una emergencia con piernas, sarcasmo y furia. Está bien. Te ganaste un trago.
Julian se levantó con lentitud, como si el cuerpo pesara demasiado. Fue hasta la pequeña barra del fondo y regresó con una botella de cristal opaco y dos vasos.
—¿Siempre tan formal o es porque parezco un desastre?
—Lo segundo. Me das vibras de “podría patearme la cara con una sonrisa”.
—No estás tan lejos.
Chocaron vasos. Bebieron. El ardor les quemó la garganta al mismo tiempo. Ella hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—Uf. Esto sí quema.
—Como el amor.
—¿Qué eres? ¿Poeta frustrado o millonario deprimido?
—Ambas. En mis tiempos libres también lavo mi ropa y hablo con mi reflejo.
Ella lo miró con una ceja arqueada. Había algo extraño en él. Algo que no encajaba. Elegante, pero roto. Reservado, pero con ojos que pedían auxilio en silencio.
—Me caes bien, millonario deprimido. ¿Tienes nombre?
—Julian.
—Yo soy Kira. No soy millonaria, pero también estoy rota, así que hacemos buen equipo.
Se quedaron callados. La lluvia seguía golpeando los cristales como si quisiera entrar. Julian sirvió otro trago. Kira no se quejó. Tenía los hombros tensos y los ojos húmedos, pero no por el alcohol.
—¿Qué haces tú normalmente en tus días de m****a?
—Trabajo. Limpio vómitos, recojo papel higiénico del suelo y barro los sueños rotos de los demás mientras escucho música triste.
—Suena... poético. En el peor sentido.
—Es mi estilo.
Hubo un silencio breve, no incómodo, solo denso.
—¿Quieres hacer algo estúpido?
—¿Tienes otra botella?
—No. Pero tengo un balcón y una lluvia que grita por nosotros. ¿Alguna vez has gritado bajo la tormenta?
—¿Literalmente?
—Sí. A veces, la única forma de no romperte es hacer algo completamente ridículo.
Ella lo pensó un segundo. Luego se levantó con un pequeño tambaleo.
—Acepto. Pero si me resfrío, te tose Luka encima.
—¿Luka?
—Mi hermano. Tiene diez años. Leucemia. Su risa vale más que este edificio.
Julian no respondió. Solo abrió la puerta del balcón. La lluvia les golpeó la cara como una bofetada fría.
Kira salió primera. Levantó los brazos. Cerró los ojos. Gritó:
—¡QUE TE VAYA MAL EN TODO, DIEGOOOOOOO!
Julian rió sin risa. Y luego, sin pensarlo, gritó también:
—¡Y TÚ, MARCUS, QUE TE AHOGUES CON TU PROPIA M****A!
Ella lo miró.
—¿Marcus?
—Un nombre genérico para imbéciles que destruyen vidas ajenas.
Ella asintió.
—Salud por eso.
Se quedaron bajo la lluvia un rato, gritando cosas sin sentido. Mojados. Ridículos. Reales.
Cuando ya estaban congelados, volvieron a entrar y se sentaron en el suelo, con la espalda contra el ventanal.Julian la miró. Estaba empapada, el maquillaje corrido, los labios temblando. Pero no se veía débil. Se veía viva.
—Me alegra que hayas irrumpido —dijo, apenas un susurro.
Kira giró el rostro. Lo miró por primera vez de verdad.
—¿Te rompí el momento dramático?
—Un poco. Pero... lo cambiaste por algo más interesante.
—Siempre es bueno arruinar planes oscuros con sarcasmo ucraniano.
No se dijeron nada más.
Pero en el fondo, ambos sabían que algo había cambiado.
No sabían qué.
Pero por primera vez en mucho tiempo…
no se sentían solos.