El sol despuntaba en el horizonte cuando Rhaziel llegó al campamento militar. El aire olía a hierro y a humo, y el eco de los cascos de su caballo resonaba entre las hileras de soldados que, al verlo, se enderezaban con un respeto casi reverencial. Adrian cabalgaba a su lado, siempre con esa sonrisa temeraria que contrastaba con la mirada helada del rey. El ejército entero aguardaba sus órdenes, consciente de que aquella campaña no era una más: Lucian, rey de Elthuria y primo de Rhaziel, había caído prisionero.
Rhaziel desmontó y se reunió con sus generales en una gran tienda marcada con el estandarte negro y plateado de Umbraeth. Sobre la mesa, un mapa extendido mostraba las fortalezas enemigas.
—No descansaremos hasta traer a Lucian de regreso —sentenció Rhaziel con voz grave—. Y que los traidores aprendan lo que significa desafiar a mi estirpe.
Su mirada ardía como una promesa de fuego y sangre, mientras Adrian asentía, impaciente por la batalla que se avecinaba.
Mientras tanto, en