La oscuridad de las mazmorras de Aurelia era una entidad viva, un velo sofocante que devoraba cualquier esperanza de luz o calor. El aire húmedo cargaba el hedor a moho, óxido y desesperación, impregnado en las ásperas piedras que formaban las paredes. No había ventanas, solo el brillo débil e intermitente de antorchas que apenas lograban combatir las sombras. El silencio se rompía únicamente por el goteo incesante de agua en algún rincón lejano y el ocasional chirrido de cadenas. Para los habitantes del castillo arriba, el día comenzaba con la promesa de sol y vida, pero allí abajo, el tiempo era una ilusión, y la oscuridad reinaba como carcelera implacable.
Aquella mañana, sin embargo, algo rompió la monotonía opresiva. Pasos ligeros, casi inaudibles, resonaron por la escalera en espiral que descendía hasta las entrañas del castillo. El sonido era de