El sol de la tarde se filtraba por las ventanas del palacio, proyectando largas sombras doradas sobre los suelos de mármol. Mariana observaba cómo la luz bailaba entre las cortinas de seda, creando patrones hipnóticos que parecían burlarse de su inminente partida. Sus maletas, ya casi completas, descansaban abiertas sobre la cama. Cada prenda que doblaba y guardaba era como un pequeño funeral, el entierro de un sueño que nunca debió permitirse tener.
El silencio de la habitación se vio interrumpido por el sonido de pequeños pasos acercándose por el pasillo. Mariana contuvo la respiración. Había estado evitando este momento desde que tomó la decisión de marcharse, pero sabía que era inevitable. Los niños merecían una despedida.
Amira fue la primera en aparecer en el umbral de la puerta, con sus grandes ojos oscuros abiertos de par en par, seguida por Hassan, quien mantenía una expresión seria impropia de un niño de su edad. Ambos se quedaron inmóviles, contemplando las maletas con una