Las luces del palacio se apagaban una a una, como estrellas muriendo en un cielo artificial. Khaled observaba este ritual nocturno desde su balcón, con las manos apoyadas en la barandilla de mármol pulido. El aire nocturno del desierto, fresco y limpio, acariciaba su rostro mientras sus ojos seguían el patrón de oscuridad que avanzaba por las distintas alas del complejo palaciego.
Primero las habitaciones del servicio, luego las salas comunes, después las habitaciones de invitados. Solo quedaban iluminadas las estancias de seguridad, algunas oficinas donde sus asesores trabajaban hasta tarde y, en el ala este, una luz solitaria que sabía perfectamente a quién pertenecía.
Mariana.
El nombre resonaba en su mente como una plegaria y una maldición al mismo tiempo. Bebió un sorbo del té que se enfriaba entre sus manos, pero ni siquiera notó su sabor. Sus pensamientos estaban demasiado lejos, atrapados en una espiral de deber, deseo y miedo que lo había mantenido despierto las últimas tres