La mañana en el palacio transcurría con la tranquilidad habitual. Mariana había organizado una pequeña sesión de pintura con Amira y Sami en la terraza cubierta que daba al jardín interior. El aire acondicionado mantenía el ambiente fresco a pesar del implacable sol de Alzhar que brillaba en el exterior.
—¡Mira, Mariana! ¡He pintado un caballo como los de papá! —exclamó Sami, mostrando orgulloso su obra.
Mariana se inclinó sobre el dibujo del niño, admirando los trazos irregulares pero entusiastas que formaban la figura de un caballo árabe.
—Es precioso, Sami. Tu padre estará muy orgulloso cuando se lo muestres —respondió con una sonrisa, acariciando el cabello del pequeño.
Amira, por su parte, estaba concentrada en su propia creación: una familia de figuras coloridas bajo un sol amarillo brillante. Mariana reconoció las siluetas: Khaled, Sami, Amira y... ella misma. Un nudo se formó en su garganta al ver cómo la niña la había incluido en el retrato familiar.
—¿Te gusta mi dibujo? —pre