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El silencio del despacho era absoluto, roto únicamente por el suave deslizar de la pluma sobre el papel mientras Khaled firmaba documentos. La luz del atardecer se filtraba por los amplios ventanales, bañando la estancia con tonos dorados que contrastaban con la severidad de la decoración. Alzó la vista hacia el reloj de pared: llevaba tres horas encerrado entre informes económicos y propuestas de inversión.

Intentó concentrarse en los números frente a él, cifras que normalmente absorbían toda su atención, pero hoy parecían desdibujarse ante sus ojos. Frunció el ceño, molesto consigo mismo por su falta de concentración.

Fue entonces cuando las escuchó. Risas. Cristalinas y despreocupadas, flotando desde el jardín hasta colarse por la ventana entreabierta de su despacho. La risa de Amira, aguda y burbujeante. La de Faisal, más contenida pero igualmente genuina. Y luego, esa otra risa, melodiosa y cálida como el sol de la tarde: Mariana.

Khaled dejó

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