El sol de la tarde se filtraba por los amplios ventanales del salón de juegos, proyectando sombras doradas sobre el suelo de mármol. Mariana observaba a Fatima, quien permanecía sentada en un rincón, abrazando su muñeca favorita con la mirada perdida. La pequeña llevaba así desde la mañana, cuando una de las sirvientas había mencionado accidentalmente que se acercaba el aniversario de la muerte de su madre.
Mariana se acercó con cautela, sentándose en el suelo junto a la niña. El silencio entre ambas era como un muro invisible que la mexicana intentaba derribar con paciencia.
—¿Sabes? En México tenemos un día muy especial donde recordamos a las personas que ya no están con nosotros —comentó Mariana con voz suave, mientras acomodaba un mechón rebelde del cabello de Fatima—. Lo llamamos Día de los Muertos.
La niña levantó ligeramente la mirada, un destello de curiosidad atravesando sus ojos oscuros.
—¿Los muertos? —preguntó con voz apenas audible.
—S