El cielo amaneció extraño aquella mañana. Mariana lo notó desde que abrió los ojos: una luz amarillenta, casi enfermiza, se filtraba por las cortinas de su habitación. Se incorporó en la cama y caminó hacia la ventana, descorriendo la tela para encontrarse con un espectáculo tan hermoso como inquietante. El horizonte se había teñido de un ocre intenso, como si alguien hubiera derramado oro líquido sobre el desierto.
—Una tormenta de arena —murmuró para sí misma, recordando las advertencias que le habían hecho cuando llegó a Alzhar.
Apenas había terminado de vestirse cuando escuchó golpes apresurados en su puerta. Era Fátima, con el rostro tenso y los ojos brillantes de preocupación.
—Señorita Mariana, debe prepararse. Se acerca una haboob, una gran tormenta. El jeque ha ordenado que nadie salga del palacio hoy.
—¿Es peligroso? —preguntó Mariana, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.
—Solo si estás fuera cuando llega. Dentro estaremos seguros