El sol de la tarde caía sobre los jardines del palacio, bañando con su luz dorada los setos perfectamente recortados y las fuentes de mármol. Khaled observaba desde el balcón de su despacho, con las manos apoyadas en la barandilla de piedra pulida. No había planeado detenerse allí, pero el sonido de risas infantiles había captado su atención mientras revisaba documentos con su asistente.
Abajo, en el área de juegos que había mandado construir cuando Amira era apenas una bebé, Mariana corría descalza sobre el césped. Sus hijos la perseguían en un juego que parecía mezclar el escondite con alguna variante que ella debía haberles enseñado. La joven mexicana llevaba el cabello recogido en una coleta alta que se balanceaba con cada movimiento, y vestía uno de esos conjuntos sencillos pero elegantes que había comenzado a usar desde su llegada al palacio.
Khaled entrecerró los ojos, estudiándola con atención. Había algo en la forma en que se movía, con esa libertad y espontaneidad tan ajena