Mis pensamientos se agolparon, como un enjambre de abejas furiosas. El miedo y la impotencia se entrelazaron en mi interior, formando un nudo inquebrantable en mi estómago. La habitación parecía más pequeña, como si las paredes se cerraran sobre mí. Mi cuerpo temblaba por completo y no podía distinguir si era de pánico o de ira. Pero, a pesar de eso, solo una cosa tenía clara: no voy a permitir que nadie... ¡Absolutamente nadie le haga daño a mi niña!
—Escúchame bien, Jennifer. No vas a llamar a la policía —le dije con firmeza, mientras sostenía el teléfono con fuerza.
—¿Qué? ¡Pero Damián está a punto de hacerlo! —respondió Jennifer, con un tono de confusión y angustia.
—Dile que no lo haga —insistí, contundentemente.
Escuché a Jennifer discutir con Damián; al parecer, ella le había quitado el celular.
—Explícanos, por favor, estás en altavoz —dijo Jennifer.
—Esto no es un secuestro común, quienes hicieron esto no quieren dinero —hablé con firmeza.
—Entonces dinos de una maldita vez,