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Ezequiel le ordenó al chófer que se detuviera. Daniel echó un ojo por la ventanilla sorprendido. Sólo se veía la carretera, una pequeña casa y un camino angosto que partía de uno de los laterales y discurría paralelo a la carretera.

Ezequiel abrió la puerta del auto y se bajó con un poco de dificultad. “Está envejeciendo, los dolores no tardarán en agudizarse”, pensó Daniel.

Su padre caminó hacia la casa sin dirigirle una sola palabra, pero Daniel supo que quería que le siguiese.

Ezequiel se había detenido a escasos metros de la puerta de la casa. Daniel se colocó a su lado y esperó.

—¿La recuerdas?

Daniel negó con la cabeza. No la recordaba, pero había escuchado la historia demasiadas veces como para no reconocerla. Aquella tenía que ser la casa en la que había vivido con su madre los tres primeros años de su vida. Su hogar hasta la noche del incidente en la Colonia.

—Aquí lo encontré a él. Santos. Había venido a avisar a tu madre de

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