La fuerza con la que aquel hombre la había jalado por el cabello la había dejado aturdida, con el pulso desbocado en la garganta. Lyanna apenas pudo entender cómo su cuerpo golpeó el asfalto húmedo, ni cómo el dolor se propagó por su espalda como un latigazo.

—¡Suéltame! —gritó, aunque el miedo y los tres hombres alrededor parecían tragarse su voz.

Una bota se plantó a centímetros de su rostro.

—Deja de gritar —ordenó uno con voz grave, como si estuviera cansado de escuchar a mujeres suplicar.

Lyanna intentó levantarse, pero un segundo hombre la tomó por ambos brazos y la arrastró hacia el coche desconocido.

Sus rodillas se rasparon contra el suelo, un ardor caliente se mezcló con el frío de la noche.

—¡Déjenme! ¡Ayuda! —volvió a gritar.

Nadie la escuchó. O quizá sí, pero a esas horas, en esa carretera vacía, nadie se atrevería a asomarse.

—Cállate —masculló el tercero, cubriéndole la boca mientras la levantaban a la fuerza—. Vas a hacer esto más difícil.

Lyanna forcejeó, pateó el ai