Creí haber tocado fondo muchas veces en mi vida. Balas rozando la sien, traiciones que me dejaron desangrándome en callejones oscuros, la muerte de mi propia sangre cuando aún era un niño… pensé que nada podía ser peor que eso.
Me equivoqué. Nada, absolutamente nada, se compara con ver a la mujer que amo reducida a un cuerpo inerte, conectada a máquinas que respiran por ella, que bombean sangre por sus venas cuando su corazón ya no puede solo. Ángela yacía en esa cama de hospital improvisado, pálida como la muerte misma, el vientre aún hinchado por el parto reciente, tubos y cables saliendo de sus brazos como serpientes que la mantenían atada a este mundo. Los monitores pitaban con un ritmo frío, constante, acusador. Cada pitido era una súplica: “No te mueras. No te mueras. No te mueras”.
Me quedé allí de pie, con las manos cubiertas de su sangre seca, temblando como un puto niño. El hombre que había hecho temblar a medio mundo ahora no podía ni sostenerse en pie. El médico —un hombre