POV ÁNGELA
Los días siguieron siendo engañosamente tranquilos, como el silencio que precede al disparo. Otro mes pasó en un abrir y cerrar de ojos, mi vientre creciendo como una promesa y una amenaza al mismo tiempo. Ya no podía abrocharme los pantalones tácticos, y el peso constante en la parte baja de la espalda me recordaba cada segundo que mi cuerpo era un campo de batalla. Pero nada, absolutamente nada, me había preparado para lo que vi en esa pantalla fría y gris del ecógrafo.
Jamás imaginé que el latido de un corazón pudiera hacerme llorar como una niña rota. Y menos aún, el de dos. Allí estaban, en la imagen borrosa pero inconfundible: dos formas diminutas moviéndose como si bailaran un vals frenético dentro de mí. Dos cabezas, cuatro brazos, cuatro piernas pateando al unísono. Gemelas. Mis hijas.
El médico, un hombre mayor con manos temblorosas por la edad pero voz firme, giró la pantalla hacia nosotros con una sonrisa serena que contrastaba con el caos que estalló en mi pech