La mansión Leclerc amaneció rodeada por cordones policiales y equipos de prensa. Desde la noche anterior, Amara había ordenado cerrar los portones de hierro, atrincherándose dentro. Nadie entraba ni salía. Las luces permanecían encendidas en las ventanas superiores, y de vez en cuando se escuchaban golpes, pasos apresurados, un grito aislado.
Los periodistas transmitían en vivo:
—Amara Leclerc, señalada como culpable en el caso del sabotaje al avión de Isadora Morel, lleva más de doce horas atrincherada en su mansión. La policía espera una orden para ingresar a la fuerza.
En el interior, Amara deambulaba con el rostro desencajado. Llevaba la ropa arrugada, el cabello desordenado y una pistola en la mano. Los espejos de la sala mostraban su figura como una sombra rota.
—No me sacarán viva —repetía entre dientes, con los ojos enrojecidos—. No lo permitiré.
La tensión alcanzó su punto máximo cuando, en medio del silencio de la madrugada, un estruendo seco sacudió la mansión. Fue un