El café de la esquina seguía igual.
El toldo verde, las sillas de hierro forjado, el aroma a café tostado que se colaba entre las calles de adoquines gastados.
Solo que esta vez, los tres ocupaban la mesa del fondo no como amigos… sino como conspiradores.
Rafael, con su abrigo negro y mirada inquieta, no dejaba de mirar hacia la puerta cada cinco minutos.
Elías, más sereno, tenía un cuaderno lleno de nombres, fechas y recortes impresos que había ido recopilando desde la supuesta muerte de Isadora.
Nala, con gafas oscuras y una bufanda cubriéndole el cuello, jugaba con una cuchara mientras sus dedos escribían frenéticamente mensajes cifrados en su teléfono.
—Han pasado mas de dos años —dijo Rafael, en voz baja—. Y yo no he podido aceptarlo. Algo dentro de mí… me dice que ella no se fue.
—No lo hiciste solo por fe —replicó Nala—. O lo hiciste porque viste el video.
Rafael asintió.
Hacia dos años atrás, Nala había salido de prisión, después del accidente de Isadora, las autoridades estu