El aire en la residencia Leclerc-Echeverri se sentía espeso.
La mansión, normalmente silenciosa y elegante, parecía ahora un mausoleo de oro: rica, inmóvil, y cargada de tensión contenida. Como si cada retrato colgado en los muros supiera que algo estaba por derrumbarse.
—¿Dónde está Amara? —preguntó Damián, cerrando su teléfono con fuerza.
—En la galería —respondió su madre, Doña Mireya Echeverri, sin levantar la vista del bordado que fingía tejer.
—¿Otra vez ahí? ¿Desde hace cuánto?
—Desde que comenzaron los rumores.
—¿Qué rumores?
Estela alzó finalmente la mirada. Su expresión era de hielo. —¿Crees que no nos enteramos, Damián? La prensa alternativa. Los foros. Algunos dicen que Isadora está viva.
Damián se quedó quieto.
Y luego rió. Pero no fue una risa real. Sonó como si intentara ahuyentar un pensamiento que no podía controlar.
—Eso es absurdo. Hubo un cuerpo. Un funeral.
—Un cuerpo irreconocible. Un funeral cerrado. Sin pruebas forenses públicas.
—¿Y qué? ¿Ahora crees en cuen