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La aldea no tenía nombre en los mapas oficiales. Era apenas una colección de casas de adobe y madera que se aferraban a la ladera de la montaña como si hubieran crecido allí naturalmente, entre los pinos y las rocas cubiertas de musgo. Un año atrás, cuando Diego había llegado con Valentina y el bebé que lloraba en sus brazos, los habitantes los habían recibido con la indiferencia cortés de quienes han aprendido que las preguntas innecesarias solo traen problemas.

Ahora, mientras el sol se alzaba sobre las cumbres distantes, Diego ajustaba el cinturón de herramientas alrededor de su cintura y contemplaba la casa de madera que había estado construyendo durante los últimos tres meses. Sus manos, que una vez habían sostenido contratos millonarios y firmado órdenes que decidían el destino de empresas enteras, ahora mostraban las cicatrices y callos del trabajo manual. La

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