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El estruendo sacudió las paredes del piso treinta y dos.

Valentina se detuvo frente a los elevadores de cristal de la Torre Cortés en Santa Fe, mirando cómo los empleados salían corriendo de las oficinas corporativas como ratas huyendo de barco hundiéndose. Una mujer de traje lloraba mientras un hombre de seguridad la escoltaba hacia la salida. Otro ejecutivo pasó tambaleándose, su corbata torcida, murmurando algo sobre "demanda laboral" y "abuso de autoridad".

—¿Primera vez? —Una recepcionista joven, no mayor de veintitrés, la miraba con lástima desde su escritorio de mármol—. Le doy tres horas antes de que salga corriendo como los demás.

—¿Qué pasó?

—Lo mismo de siempre. El señor Cortés tuvo un "mal día". —Sus dedos hicieron comillas en el aire—. Que traducido significa: alguien respiró cerca de él y ahora está desempleado.

Otro estruendo. Esta vez acompañado de gritos.

—¡ERES UN INCOMPETENTE! ¡TU PUTO TÍTULO DE HARVARD NO SIRVE DE NADA SI NO PUEDES HACER TU TRABAJO!

La voz era grave, ronca, cargada de una furia que helaba la sangre. Valentina sintió cómo su estómago se contraía. Durante las últimas veinticuatro horas había investigado todo sobre Diego Valentín Cortés: artículos de Forbes, entrevistas en Expansión, reportajes de escándalos. Pero nada la había preparado para la intensidad de esa voz.

—Oficina principal —señaló la recepcionista—. Doble puerta de caoba al final del pasillo. Si entra ahora, tal vez pueda salvar al pobre Márquez. Lleva apenas dos semanas.

Valentina avanzó por el pasillo de mármol italiano, sus tacones repiqueteando contra el piso en contrapunto a los gritos que se hacían más fuertes con cada paso. Las paredes exhibían fotografías de hoteles Cortés alrededor del mundo: Cancún, Miami, Madrid, Dubai. Imperio construido por el padre, heredado por el hijo. Un hijo que aparentemente estaba destruyéndolo pieza por pieza.

Las puertas dobles estaban abiertas. Lo que vio adentro la hizo detenerse en seco.

La oficina parecía zona de guerra. Una laptop yacía destrozada contra la ventana panorámica que ofrecía vista de toda la ciudad. Papeles cubrían el piso como nieve sucia. Una silla de diseñador estaba volcada. Y en el centro del caos, como ojo del huracán, estaba él.

Diego Valentín Cortés.

Las fotos no le hacían justicia. Uno punto ochenta y ocho de furia contenida en un cuerpo que claramente pasaba horas en el gimnasio. Camisa blanca arrugada, mangas enrolladas mostrando antebrazos marcados de venas. Pantalones de traje negros que se ajustaban peligrosamente bien a sus caderas. Cabello negro revuelto como si se hubiera pasado las manos por él mil veces. Barba de tres días que le daba aspecto de estrella de cine que acaba de salir de rehabilitación.

Pero fueron sus ojos lo que la clavó en el lugar.

Grises. Como tormenta de invierno. Vacíos y ardiendo al mismo tiempo.

Esos ojos estaban fijos en un hombre más joven que temblaba contra la pared, aferrando su portafolio como escudo.

—Señor Cortés, por favor, si me da otra oportunidad...

—¿OTRA OPORTUNIDAD? —Diego avanzó hacia él como depredador—. Te di DOS SEMANAS para conseguir esos permisos ambientales. DOS. SEMANAS. ¿Y qué me traes? ¡EXCUSAS!

—Los de la Semarnat dijeron que el proceso toma mínimo tres meses...

—¡ME IMPORTA UNA M****A LO QUE DIJERON! —Diego tomó una laptop nueva del escritorio y la estrelló contra el suelo—. ¡No pago tu salario de cincuenta mil pesos mensuales para escuchar excusas!

Valentina actuó sin pensar. Entró a la oficina con pasos firmes, colocándose entre Diego y el asistente aterrorizado.

—Suficiente.

El silencio fue instantáneo y absoluto.

Diego giró lentamente hacia ella, como animal salvaje identificando nueva amenaza. Sus ojos grises la recorrieron de pies a cabeza con una intensidad que hubiera derretido acero: tacones negros, falda lápiz gris hasta la rodilla, blusa blanca, cabello recogido en chongo profesional.

—¿Quién carajos eres? —Su voz bajó a un registro peligroso.

—Valentina Solís. Tu nueva... asistente ejecutiva. —La palabra "niñera" no figuraba en su vocabulario—. Y tú eres Diego Cortés, el hombre que aparentemente no sabe que destruir propiedad corporativa es delito federal.

Algo parpadeó en sus ojos. ¿Sorpresa? ¿Diversión? Desapareció tan rápido que Valentina casi lo imaginó.

—Márquez. —Diego no apartó la mirada de Valentina—. Lárgate antes de que cambie de opinión.

El asistente no necesitó que se lo dijeran dos veces. Salió corriendo, dejándolos solos en la oficina destrozada.

Diego dio un paso hacia Valentina. Luego otro. Y otro. Hasta que quedaron separados por apenas centímetros. Ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para sostenerle la mirada —malditos veinte centímetros de diferencia—, pero se negó a retroceder.

—¿Asistente ejecutiva? —Sonrió sin humor—. No pedí ninguna asistente ejecutiva.

—No, Dolores Vilchis me contrató. Aparentemente decidió que necesitabas supervisión antes de que te demanden por acoso laboral.

—Dolores necesita recordar quién firma su cheque.

—Y tú necesitas recordar que firmar cheques no te da derecho a aterrorizar empleados.

Los ojos de Diego se entrecerraron. Valentina pudo ver el momento exacto en que decidió aplastarla.

—¿Sabes qué les pasa a las personas que me hablan así?

—¿Las nombran empleadas del mes?

Una risa breve escapó de su garganta. Sonó oxidada, como si no la usara frecuentemente.

—Las despido. —Se inclinó hasta que sus labios casi rozaron su oído—. Tienes treinta segundos para salir de mi oficina antes de que llame a seguridad.

Valentina sintió el calor de su aliento contra su piel. Olía a café caro y algo más oscuro. Whisky, tal vez. A las diez de la mañana.

—Treinta segundos. —Sacó su teléfono y activó el cronómetro—. Adelante, cuenta.

Diego se apartó, estudiándola como si fuera rompecabezas que no podía resolver.

—¿Qué ganas con esto? ¿Dolores te prometió dinero? ¿Ascenso?

—Gano que no destruyas tu empresa antes de Navidad. —Valentina caminó hacia el ventanal, mirando la ciudad extendida treinta y dos pisos abajo—. Gano que ese pobre hombre allá afuera no se suicide porque su jefe psicópata lo humilló frente a toda la oficina.

—No soy psicópata.

—Los psicópatas nunca creen serlo.

—Soy un perfeccionista.

—Eres un tirano. —Se giró—. Hay diferencia.

Algo cambió en su expresión. La máscara de frialdad se resquebrajó por un segundo, revelando algo parecido a dolor. Pero volvió tan rápido que Valentina pensó haberlo imaginado.

—¿Leíste el contrato que firmaste? —preguntó Diego, cambiando de táctica.

—Cada palabra.

Mentira. No había leído la última página. La cláusula 13 seguía siendo misterio.

—Entonces sabes que puedo despedirte por "incompatibilidad de personalidad" sin deber un peso.

—Y tú sabes que si me despides sin causa real, debo demandarte por despido injustificado. —Valentina sonrió dulcemente—. Mi mejor amiga es abogada laboral. Le encantaría un caso así.

No tenía mejor amiga abogada. Pero él no necesitaba saberlo.

Diego se acercó nuevamente. Esta vez más lento, más calculado. Como si estuviera evaluando hasta dónde podía empujarla antes de que se quebrara.

—No sabes en qué te metiste —susurró.

—Cuéntame.

—Quince asistentes en seis meses. Todos renunciaron. La más resistente duró tres semanas antes de pedir transferencia a Oaxaca. Prefirió vivir en ciudad sin Starbucks antes que trabajar otro día conmigo.

—Tal vez los otros quince eran débiles.

—O tal vez yo soy insoportable.

—Eso también.

Por segunda vez, Diego rio. Esta vez duró más. Tres segundos completos de genuino humor antes de que la máscara volviera.

—Una semana —dijo finalmente, alejándose—. Te doy una semana para demostrar que vales lo que seguramente Dolores está pagándote.

—¿Y después?

—Si sobrevives, hablamos. Si no... —Se encogió de hombros—. Bueno, siempre hay espacio en la oficina de Oaxaca.

Valentina debería haberse sentido triunfante. Había ganado. Una semana era más de lo que esperaba.

Pero entonces Diego añadió:

—Ah, y señorita Solís... —Recogió un folder del desastre de su escritorio—. No esperes tratamiento especial por ser mujer. No creo en caballerosidad. No creo en cortesía. Y definitivamente no creo en segundas oportunidades.

—¿En qué crees?

Sus ojos se encontraron. Gris contra café. Hielo contra fuego.

—En resultados. —Arrojó el folder hacia ella. Valentina lo atrapó—. Esos son los permisos que Márquez no pudo conseguir. Tienes hasta el viernes. Tres días.

—¿Tres días para algo que normalmente toma tres meses?

—Dos días y medio ahora que perdimos tiempo con esta conversación encantadora. —Caminó hacia la puerta—. Tengo junta con el consejo a las once. Vienes conmigo. Quiero que vean qué tipo de "talento" está contratando Dolores últimamente.

Salió sin mirar atrás.

Valentina exhaló el aire que no sabía que estaba conteniendo. Sus manos temblaban. Del miedo, de la adrenalina, de algo más que no quería nombrar.

Porque cuando Diego Cortés la había mirado —realmente mirado—, algo primitivo en su interior había respondido. Algo oscuro y peligroso que no había sentido desde...

No. No iba a pensar en eso. En él. En Damián y lo que le había hecho.

Esto era trabajo. Noventa días. Un millón de pesos. Después, nunca volvería a ver esos ojos grises.

Abrió el folder. Permisos ambientales para construcción en zona protegida de Los Cabos. Prácticamente imposible sin contactos en Semarnat o... dinero. Mucho dinero.

Sacó su celular y marcó el único número que podía ayudarla.

—¿Val? —La voz somnolienta de Lucía—. Son las diez de la mañana, ¿por qué...?

—¿Tu profesor Jiménez todavía trabaja en Semarnat?

—Sí, ¿por qué?

—Necesito un favor. Grande.

Mientras hablaba con su hermana, recorrió la oficina de Diego con mirada profesional. Intentando entender al hombre detrás del monstruo.

Diplomas enmarcados de Stanford y Wharton. Premios empresariales. Fotografías con presidentes y celebridades. Pero nada personal. Ni fotos familiares, ni recuerdos, ni...

Espera.

En el cajón inferior del escritorio, entreabierto por el caos, algo brilló bajo la luz.

Valentina se acercó. Abrió el cajón completamente.

Y su mundo se detuvo.

Marco de plata. Fotografía profesional. Mujer hermosa de unos treinta años: cabello negro azabache, ojos verdes como esmeraldas, sonrisa que iluminaba la imagen como sol. Vestido de novia. No cualquier vestido, sino uno de esos que cuestan más que autos. Junto a ella, Diego. Más joven, tal vez veintiocho. Sonriendo. Realmente sonriendo. Como si el hombre que acababa de conocer no existiera todavía.

Volteó la fotografía.

Escritura manuscrita en el reverso: "Para Diego, mi amor eterno. Siempre tuya, Sofía. Junio 2019"

Junio 2019. Cinco años atrás.

¿Qué le había pasado a Sofía? ¿Por qué Diego guardaba su foto como tesoro escondido? ¿Por qué...?

—¿Curioseando en cosas que no te incumben?

Valentina giró tan rápido que casi tiró el marco.

Diego estaba en la entrada, recargado contra el marco de la puerta. Su expresión era ilegible. Pero sus ojos... Dios, sus ojos ardían con algo que parecía dolor puro.

—Yo... lo siento, el cajón estaba abierto...

—Ese cajón estaba cerrado con llave.

M****a. Tenía razón. Lo había abierto ella cuando...

—¿Quién es? —Las palabras salieron antes de poder detenerlas.

El silencio se extendió. Cinco segundos. Diez. Veinte.

Finalmente, Diego atravesó la oficina con pasos medidos. Le quitó la fotografía de las manos —sus dedos rozándose, electricidad instantánea— y la guardó en el cajón. Esta vez cerrándolo con llave que sacó de su bolsillo.

—Alguien que ya no existe —dijo con voz muerta—. Y si valoras tu trabajo aquí, nunca volverás a mencionar esa foto.

Se alejó hacia la puerta, pero antes de salir, añadió sin voltear:

—La junta es en cinco minutos. Sala de consejo, piso treinta y tres. Llega tarde y estás despedida.

La puerta se cerró.

Valentina se quedó sola en la oficina destrozada, sosteniendo el folder de permisos imposibles, con la imagen de Sofía quemándose en su retina.

Y una pregunta martillando su cabeza:

¿Qué le hizo Diego Cortés a esa mujer para guardar su foto como reliquia prohibida?

O peor...

¿Qué le hizo ella a él?

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