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El hospital olía exactamente a muerte perfumada con desinfectante industrial.

Conduje directamente desde el estacionamiento de Cortés Hotels hasta el Hospital Ángeles con el documento de Damián quemándome las manos como carbón ardiente, las lágrimas nublándome la vista tan severamente que casi me estrello dos veces contra el tráfico pesado del Periférico. No contesté ninguna de las treinta llamadas desesperadas de Diego que iluminaban mi teléfono con insistencia implacable.

No podía hablar con él todavía.

No cuando tenía que decidir entre su amor y la vida de mi hermana.

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