Crista era una mujer de acción; sin pensárselo dos veces, le mandó el mensaje de ruptura a Santiago. Yo, mientras tanto, seguía postrada en la cama del hospital, todavía en un estado delicado después de la intervención para limpiar las heridas. Algunas de ellas eran tan profundas que aún requerían atención especial. A mi lado estaba Crista, quien también estaba herida. Las dos éramos realmente amigas en las buenas y en las malas.
Al día siguiente era la fiesta de compromiso. Como seguía internada en observación, obviamente no podía asistir. Antonio me llamó y, nada más descolgar, empezó a regañarme:
—Isabella Sosa, ¿lo hiciste a propósito? ¿Estás celosa porque ayer me quedé con Erika mientras le ponían suero y por eso no apareces hoy? ¿Te haces una idea de cuántos invitados han venido a la fiesta de compromiso?
Con la garganta reseca y áspera, tosí un par de veces antes de contestar:
—Estoy en el hospital y no puedo ir, ya te lo había dicho.
—Isabella, ya usaste esa excusa una vez; ¡ya basta! ¿Dónde diablos estás? Voy a buscarte —espetó furioso.
—Estoy en el Sanatorio Santa Elena, ven si quieres —respondí con calma.
—¡Isabella! —explotó Antonio del otro lado del teléfono—. ¡No te arrepientas! La fiesta empieza en una hora, ¡no te esperaré!
Crista, que había escuchado todo y estaba que echaba humo, tomó el teléfono y le gritó:
—¡Arrepiéntete tú, pedazo de imbécil! ¿Estás ciego y sordo o qué te pasa? ¿No has oído que está en el hospital? ¿Acaso Erika es tu reina? ¿Por un simple dolor de estómago ya tienes que andar cuidándola como si fueras su lacayo?
Antonio colgó de golpe. Crista, todavía furiosa, daba vueltas por la habitación, sin poder contener su rabia.
Justo entonces, Santiago la llamó:
—Crista, ¿dónde estás? Hoy ibas a conocer a mis padres. Ya te mandé la ubicación. ¡No me hagas esto!
Esas palabras fueron como gasolina al fuego, encendiendo aún más la ira de Crista, quien le respondió sin rodeos:
—¡No quiero conocer a nadie de tu familia! Santiago, anoche te dejé bien clarito que lo nuestro se acabó. ¡Hazme el favor y no vuelvas a aparecer en mi vida! Aunque cuando la palmes, tal vez te lleve unas flores a la tumba.
Santiago, fuera de sí, apenas podía articular palabra:
—Tú... ¡Crista! ¡No te atrevas a dejarme! ¡No puedes arrepentirte ahora! ¿me oíste? ¡Vale, se acabó!
Crista lo bloqueó antes de que terminara, se giró hacia mí y me dijo con aire triunfal:
—Yo ya me encargué del mío. Tú mejor espérate a encontrarte mejor antes de decir algo, o esos imbéciles acabarán sacándote de tus casillas.
No pude evitar sonreír, al menos tenía a Crista a mi lado.
Supuse que mi ausencia hizo que Antonio perdiera la compostura. Me llamó una y otra vez, pero no contesté, y para evitar más molestias, silencié mi celular. Sus mensajes se quedaron sin respuesta, uno tras otro.
Después de tres llamadas, Antonio perdió la paciencia y me mandó un ultimátum:
Antonio: [Isabella, ¡eres una egoísta, nunca piensas en los demás!]
Ni me molesté en contestar.
Hoy era nuestro día de compromiso, y la fiesta la controlaba enteramente la familia Gamarra.
Mis padres se habían divorciado hace tiempo y cada uno había rehecho su vida. Aunque no estuvieran a mi lado, nunca me había faltado lo esencial. Tras el accidente, les avisé para que cancelaran la fiesta, y hasta devolví los billetes de avión.
Sin embargo, Antonio parecía sordo a todo lo que le había contado. Como no me creía, tampoco vi necesidad de darle más explicaciones.
Lo que nunca imaginé fue que él consiguiera una sustituta y la llevara a nuestra supuesta fiesta de compromiso.
“Aparentemente, a Antonio ya no le importa más,” pensé.
Llegó la hora de cambiar las vendas, y escuché a dos enfermeras cotilleando sobre la fiesta de compromiso de Antonio.
—Hoy se ha comprometido el doctor Antonio. Dicen que su prometida es un encanto, parece una muñequita, dan ganas de protegerla.
—¡Qué suerte tiene el doctor Antonio! ¡Mira, aquí están juntos en la foto!
Mientras me cambiaban las vendas, alcé la vista para ver la foto: era Antonio con Erika Morales. Estaban de pie, y Erika apoyaba la cabeza en su hombro, sonriendo radiante; la verdad es que hacían buena pareja.
Parpadeé para contener las lágrimas, y la enfermera que me atendía me miró preocupada y preguntó:
—¿Te dolió mucho? Voy con más cuidado, ¿vale?
En ese momento, no pude aguantar más y rompí a llorar. Le dije:
—Sí, duele muchísimo, casi no puedo soportarlo.