XXXIV
La Confesión del León

El aire en la bodega, aún impregnado del sudor de la victoria, vibraba con la tensión de lo que se avecinaba. Orlo, ahora libre pero con la marca de fugitivo, se unió a Conan y a Gonzalo bajo la tenue luz de la única antorcha. El rescate había sido un éxito rotundo, pero la furia del Rey y de Isabel se cernía sobre ellos como una espada. El triunfo, fugaz y dulce, era apenas el preludio de una guerra sin cuartel.

—El Rey no perdonará esto —dijo Orlo, su voz grave, su rostro, antes demacrado, ahora lleno de una nueva determinación—. Isabel no descansará hasta vernos muertos. Hemos desafiado su poder, su autoridad.

Gonzalo asintió, su armadura crujiendo suavemente. —El peligro es real. Pero ahora, somos más fuertes. Tenemos a Orlo. Y tenemos la verdad. Y la verdad, Conan, es nuestra mayor arma.

Conan observaba a Gonzalo, sus ojos de lobo fijos en el rostro del comandante de la guardia. Había una historia detrás de su lealtad, una razón por la que un hombre de su pos
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