XXII
La Revelación Silenciosa

La celda, que antes había sido un sepulcro de desesperación, se había transformado en mi santuario. Las lecciones de Gonzalo, un hilo de esperanza en mi aislamiento, me habían dotado de una herramienta invaluable: la comunicación. Cada noche, al anochecer, el sutil roce de una mano, un pequeño papel deslizado bajo la puerta, era mi conexión con el mundo exterior, un eco de la batalla que se libraba por mi libertad. Escribía mis mensajes con un trozo de carbón, mis palabras un susurro codificado, mis pensamientos una estrategia para desenmascarar a Isabel.

Las noticias que me llegaban del exterior eran una mezcla de esperanza y de temor. Gonzalo me informaba sobre la tenaz búsqueda de Conan de Silvio, el herrero, y sobre la creciente desesperación de Isabel por silenciarlo. También me hablaba de Calix, mi "hermano", cuya culpa se manifestaba en acciones secretas, desviando la atención de Isabel de mí y de Conan. Él, Calix, el príncipe del reino, estaba atrapado
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