El Silencio del Salón
El carruaje se detuvo con un suave crujido de ruedas en el patio de adoquines del castillo de los Lancaster. Desde la distancia, la fortaleza, antes mi hogar, parecía un gigante de piedra dormido bajo la luz de cientos de antorchas. La música, un vals melancólico de violines y arpas, flotaba en el aire gélido de la noche, un eco de una vida que ya no me pertenecía. En el interior del carruaje, Conan me miró a los ojos, y su mirada me dio la fuerza que necesitaba. Me había ayudado a ponerme un vestido de lino oscuro, pero bien cosido, que me hacía parecer una plebeya con la dignidad de una reina. Mis manos, sin embargo, temblaban mientras me ponía la ropa, mis dedos se negaban a obedecer.
—No tienes que hacerlo —dijo Conan, su voz suave, pero llena de una fuerza que me hizo temblar. —Si tienes miedo, podemos quedarnos aquí. Podemos dejarlo.
—No —dije, mi voz era firme. —Tengo que ir. No puedo vivir con el miedo de lo que podrían decir o hacer. No puedo vivir escond