XII
La Llama de la Independencia

La casa de Conan, ya no era solo un refugio de la tormenta; se había transformado, en sus cimientos más profundos, en el cuartel general de nuestra nueva vida. Era un hogar de ladrillos modestos, con una sola habitación y un fuego que ardía constante, un corazón de calor que nos protegía del frío del mundo exterior. No había en ella los lujos de la mansión Lancaster, no existían los tapices de seda ni los mármoles pulidos, pero había algo lleno de rollos de tela que se apilaban hasta el techo.

—Piers, te presento a Kaida —dijo Conan, su voz resonando con una calidez y un orgullo silencioso que me hizo sonrojar. Me presentó no como a una dama, sino como a su igual.

Piers era un hombre de barba blanca, con arrugas de la edad que le daban una expresión de infinitamente más valioso: una cama, una mesa y dos sillas. Era un hogar. Un santuario forjado no con oro, sino con el sudor de nuestro esfuerzo. Y en ese esfuerzo, en cada rincón de ese pequeño espacio, me s
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