XII
La Llama de la Independencia

La casa de Conan ya no era solo un refugio de la tormenta; se había transformado, en sus cimientos más profundos, en el cuartel general de nuestra nueva vida. Era un hogar de ladrillos modestos, con una sola habitación y un fuego que ardía constante, un corazón de calor que nos protegía del frío del mundo exterior. No había en ella los lujos de la mansión Lancaster, no existían los tapices de seda ni los mármoles pulidos, pero había algo infinitamente más valioso: una cama, una mesa y dos sillas. Era un hogar. Un santuario forjado no con oro, sino con el sudor de nuestro esfuerzo. Y en ese esfuerzo, en cada rincón de ese pequeño espacio, me sentía más rica que nunca. No era la riqueza vacía del barón Calix, sino la riqueza tangible de la independencia y la libertad, un tesoro que nadie podría arrebatarme.

A la mañana siguiente, el aire fresco y el olor a pan recién horneado nos recibieron en el amanecer. Nos dirigimos al mercado, pero no al bullicioso secto
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