El Sorteo del Destino
La llama de nuestra independencia ardía con fuerza, calentando no solo nuestra pequeña casa, sino también los corazones de los plebeyos del barrio. La Llama se había convertido en un faro de esperanza, un símbolo de lo que se podía lograr con trabajo y honestidad. Pero nuestra felicidad, como toda llama, proyectaba sombras. Y una de esas sombras se cernía sobre el reino entero.
La noticia llegó como un trueno en un cielo despejado: el barón Calix y la hija del conde, Isabel , se iban a comprometer. La celebración sería tan fastuosa que resonaría por todo el reino. Y como un acto de caridad forzada, se exigió a las comunidades que presentaran regalos de felicitación. En nuestro barrio obrero, la noticia fue recibida con una mezcla de resignación y amargura. La nobleza era el enemigo, una fuerza opresora que nos mantenía en la miseria, y la idea de felicitarlos era una píldora amarga de tragar. Sin embargo, no teníamos otra opción.
Para añadir un insulto a la herida