Regresé a mi habitación con el documento de esclavitud en la mano. Este sería mi último adiós al cuarto donde había vivido más de una década. Justo en ese momento, alguien llamó a la puerta. La abrí y vi al viejo mayordomo, con una pequeña bolsa de tela que parecía pesada.
—Señorita Kaida, el barón Calix me pidió que le entregara esto. Es algo de dinero. Él espera que, una vez se haya marchado, pueda vivir con tranquilidad.
Guardé silencio unos segundos antes de responder:
—Agradézcale de mi parte. Pero no lo necesito. Después de todo, fue él quien me empujó hasta este punto.
—Mayordomo, ya es tarde. Debería ir a descansar.
Dicho esto, cerré la puerta. En mi corazón, un remolino de emociones. Aunque Calix nunca se atrevió a declarar sus sentimientos con palabras, yo sabía que él no me había tratado del todo mal. No sabía si lo que había entre nosotros había llegado a su fin, pero algo sí era seguro: esa etapa se cerraba esa noche.
Me llevé una mano al pecho, tratando de calmarme. Comencé a empacar los pocos ahorros que había reunido a lo largo de los años. No era mucho: mientras vivía en esa casa, nunca me faltó comida ni ropa, así que siempre rechazaba el dinero de mi padre adoptivo. También guardé algunas de mis ropas más sencillas y algunas joyas o recuerdos que me había dado mi padre. Le estaba agradecida, aunque sabía que la adopción había estado cargada de secretos y motivos ocultos. Aun así, él me había ofrecido el primer refugio de mi vida.
El pergamino se sentía áspero en mis manos, una confirmación de una libertad que aún no sabía cómo usar. Caminé por las calles de la capital, el sol de la mañana ya estaba alto, su luz cruel exponiendo la realidad que había ignorado. La ciudad, antes un telón de fondo distante para mi vida de lujo, ahora se revelaba: el bullicio del mercado, los olores de especias y sudor, el clamor de los vendedores, y la multitud de rostros desconocidos que pasaban, indiferentes a mi existencia. Ya no había carros esperando, ni criados, ni la protección del apellido Lancaster. Era solo yo, Kaida, con mi libertad y una incertidumbre abrumadora.
El vestido de seda, que en el baile había sido un símbolo de mi falsa nobleza, ahora se sentía como un disfraz ridículo, fuera de lugar. Mis zapatos finos resbalaban en el pavimento irregular, cada paso una lucha. Me sentía desnuda, expuesta, como si cada persona pudiera ver a través de mi ropa, reconocer a la esclava disfrazada. El temor se apoderó de mí, un escalofrío. ¿Qué iba a hacer? ¿Dónde iría? Nunca había tenido que pensar en estas cosas. Mi vida había sido una serie de pasos dictados por otros. Ahora, el camino se abría ante mí, vasto e incierto, y yo no tenía brújula.
Mis pensamientos se agolpaban en mi mente, un torbellino de ansiedad y una extraña emoción. La libertad era un concepto grandioso, pero también aterrador. Era dueña de mi destino, sí, pero no tenía dónde caer muerta. Mi estómago rugió, un recordatorio grosero de una necesidad básica: tenía hambre. Metí la mano en la pequeña bolsa de seda que llevaba, la única posesión que me había permitido llevar de la mansión. Dentro, encontré algunas monedas de plata que mi padre adoptivo me había dado ocasionalmente, y una pequeña daga de adorno que siempre llevaba oculta bajo mi vestido, un regalo de mi madre adoptiva. Las monedas brillaron a la luz del sol, ajenas a mi pánico. Nunca antes había tenido que usarlas, ni siquiera sabía su valor real.
Vi un pequeño puesto de pan, con un anciano de rostro arrugado detrás, acomodando panes recién horneados. Su aroma a levadura y calor me llegó, un bálsamo reconfortante en medio de mi angustia. Me acerqué con cautela, mis pasos lentos e inseguros, mi corazón latiendo con fuerza.
Disculpe, señor__dije, mi voz apenas un susurro, mi garganta seca__Me gustaría comprar un pan__ Extendí una de las monedas de plata, sin saber si era mucho o poco, con una torpeza que delataba mi inexperiencia.
El anciano me miró, sus ojos bondadosos, y una sonrisa se dibujó en su rostro.
__Hija, con eso puedes comprar mi puesto entero, y el de mi vecino también. Es demasiado, no tengo cambio para eso.
__Entonces… ¿cuánto debería pagar por un pan?__pregunté, la desconcierto evidente en mi voz. Nunca había comprado nada por mí misma ni conocía el valor real de las monedas. Me sentía tonta, expuesta.
__Eres nueva por aquí, ¿verdad? Un pan cuesta solo una moneda de cobre__dijo el anciano mientras me examinaba de arriba abajo. Tomó un pan duro de la esquina del puesto y me lo dio__Pero veo que no tienes monedas de cobre. Toma uno, te lo regalo. Pero cuida esa moneda de plata. Aquí te la pueden robar fácilmente.
Lo miré con gratitud, una calidez inusual extendiéndose por mi pecho.
__Muchas gracias, señor,__ murmuré, mi voz casi quebrada por la emoción. Encontrarme con una buena persona apenas al comenzar mi nueva vida me devolvió un poco de fe, un rayo de esperanza. Sentí una calidez interior, pero también una punzada de preocupación: ¿Dónde iba a dormir esa noche? ¿Cómo conseguiría ingresos? No podía depender solo de mis ahorros. Tenía que encontrar otra salida. La responsabilidad de mi propia supervivencia era un peso abrumador, pero también una motivación.
Así que le pregunté al amable anciano, mis ojos fijos en los suyos:
__Señor, ¿sabe si por aquí hay algún lugar para hospedarse? ¿Dónde podría encontrar trabajo?".
__Niña, tienes la edad de mi hija, así que te daré algunos consejos__dijo el anciano mientras seguía acomodando su puesto__Puedes alquilar una habitación con la señora María. Tiene muchas casas disponibles y vive en la esquina de esta misma calle. Para encontrar trabajo… bueno, eso ya depende de la suerte. Aquí hay mucha competencia por cada puesto.
Le agradecí de corazón y me prometí que algún día le devolvería el favor. Con el pan en la mano, un pequeño tesoro en mi nueva realidad, me dirigí hacia la esquina de la calle, mi mente llena de las palabras del anciano y la esperanza de un lugar seguro para pasar la noche. Justo cuando iba en camino a casa de la señora María, un leve ruido proveniente de un callejón cercano llamó mi atención. Era un lamento ahogado, un sonido débil que se arrastraba hasta mis oídos y me hizo detener. Mi corazón se aceleró, una mezcla de miedo y curiosidad. ¿Debería ignorarlo y seguir mi camino, o investigar? La incertidumbre de mi nueva vida me impulsaba a ser cautelosa, pero una extraña fuerza me arrastraba hacia el sonido.