IV

La Libertad Amarga

__¡Hermano...__ lo miré, mi voz baja pero firme__Quizás esta sea la última vez que te llame así.__La furia en mi interior me dio una calma extraña. La humillación pública, la pérdida de Orlo, la amenaza de ser enviada al palacio… todo me llevó a una fría determinación: cortar lazos de una vez por todas.

Respiré hondo. La ira se mezclaba con una estrategia sutil para herirlo como él me había herido.

__Creí que anoche las cosas estaban claras, Calix. ¿Por qué me sigues empujando al abismo? ¿No fue suficiente humillarme, quitarme todo lo que valoraba? ¿No te saciaste con ver mi corazón roto? Ahora incluso quieres enviarme al palacio como doncella del rey... Tú sabes que el Rey Charles es un depredador, que consume y desecha mujeres. ¿Eso deseas para mí? ¿Mi completa ruina? ¿O mi sumisión total, como si yo fuera tu juguete, tu esclava personal?__Cada palabra era un golpe.

__Basta, no digas más irreverencias sobre el rey__me interrumpió, su tono ansioso, su mandíbula tensa, sus ojos evitándome__No quiero hacerte daño, ni te enviaré al palacio. Es un malentendido, Kaida, te lo aseguro. Isabela se ha excedido, no hay tal documento firmado por mí.__

Pero antes de que pudiera responder, la voz de Isabela intervino, dulce y venenosa.

__Kaida, de verdad te admiro__dijo Isabela, con falsa ternura, disfrutando de mi malestar__Tener el coraje de presentarte aquí con esa identidad. No todos logran subir de esclava a dama baronesa... Es una leyenda, ¿no crees? Una historia fascinante para contar, si tuvieras la oportunidad de entrar a la corte y no fueras solo un tema de burla. Es una lástima que tu padre adoptivo no te haya enseñado a mantener tu lugar__ Su sonrisa se ensanchó.

Se acercó lentamente, su sonrisa no alcanzaba sus ojos. Sus ojos me examinaban como si yo fuera una mercancía de poco valor.

__Pero... tal vez te vaya mejor volver a tu vida anterior. Bailar, actuar... Eso te sienta bien, ¿verdad? Siempre fuiste buena con la danza. Una lástima que ya no haya subastas donde lucir tus encantos, ¿o sí?" Su voz era un bisturí afilado, buscando mi herida más profunda, la de mi origen.

Levanté la vista para mirarla, mi cuerpo temblaba con la ira que bullía en mi pecho, y ya no quería ocultarla. Era hora de devolver el golpe, de usar las pocas armas que me quedaban.

__¿Quién eres tú?__ Escuché mi propia risa burlona, un sonido hueco y cortante que llenó el despacho, haciendo eco de mi desprecio__Solo eres una farsante noble que lucha por lo que nunca ha tenido. ¿Quieres a Calix? Puedes tenerlo. Siempre ha sido tuyo, si eres lo suficientemente patética como para desear un amor que no se te ha entregado libremente, que no te mira con el deseo que sientes por él. No me robes tu actitud de superioridad, no me interesa. No tienes derecho a juzgarme, ni a pisotear lo poco que me queda, porque tú eres la verdadera esclava, esclava de tu apellido y de tu ambición.

Sus ojos se enfriaron al instante, la máscara de dulzura se rompió, su rostro se endureció, pero su sonrisa se mantuvo, un último intento de conservar la compostura:

__Pensé que al menos fingirías. Parece que los rumores no mienten: tienes la ambición de esclava, pero no la educación de noble. Es una pena que el Barón Lucian Lancaster no te enseñara modales adecuados. No puedes negar tu origen, Kaida. Está escrito en tu piel, en tu alma, en cada uno de tus movimientos, en cada palabra que pronuncias. Eres y siempre serás una esclava.

La miré a los ojos, sin retroceder. Mi voz firme, cada palabra pronunciada con claridad, un desafío:

__Tienes razón, nací en la humildad, fui esclava. No lo niego. Pero al menos no cambio mi dignidad por casarme. No necesito un apellido o una fortuna para valerme, a diferencia de ti, que dependes de un título para tener algún valor. Mi dignidad no se compra, Isabela. La tuya, al parecer, se vende al mejor postor, por un futuro de conveniencia.

Por fin su rostro cambió, la vergüenza que parpadeó en sus ojos me dio satisfacción. Su boca se abrió, lista para insultar, pero Calix la detuvo, su mano sobre el brazo de Isabela, su agarre firme. Intentó arreglar las cosas, pidiendo a Isabela que se marchara, diciendo que hablaría "seriamente" conmigo, que era un asunto familiar. Isabela dudó, lanzó una última mirada de odio en mi dirección, su furia contenida, y finalmente salió, el portazo resonando en la sala.

Cuando se cerró la puerta, el aire se heló. La tensión entre nosotros era casi insoportable. Los segundos se estiraron, cargados de palabras no dichas, de historia compartida y resentimientos.

Lo miré sin ceder, sin el menor rastro de vulnerabilidad. Avancé lentamente, mis ojos fijos en los suyos, como si quisiera penetrar su alma.

__Devuélveme mi acta de esclavitud.

Mi voz era más tranquila que nunca, una calma que ocultaba la tormenta, la decisión inquebrantable que había tomado.

__No quiero tener nada que ver contigo. Ni el título de hermana, ni el vínculo de sierva. Ya no quiero nada que provenga de ti o de esta casa. Ni tu protección, ni tu falsa preocupación, ni tu odio disfrazado de amor. Quiero mi libertad completa.

Me acerqué a él paso a paso, con movimientos lentos, pero cargados de una provocación contenida. El aire parecía haberse detenido; podía sentir la tensión en cada músculo de su cuerpo, como un arco tensado al límite, esperando solo el toque que lo haría estallar.

Mis dedos descendieron suavemente por su cuello, el calor de su piel prendía pequeñas llamas de deseo allá por donde los rozaba.

Me incliné aún más, y mi pecho rozó el suyo apenas, con una fricción sutil pero electrizante. Su aliento ardiente chocó contra mi rostro, y yo bajé la cabeza, acercando mis labios a su oído. Mi voz, casi un susurro inaudible, tenía la fuerza de una descarga:

—Solo dime una palabra… y haré cualquier cosa por ti. Lo que desees, será tuyo. Tu esclava, rendida a tu dominio.

Mis dedos se deslizaron en su nuca, enredándose en su cabello, obligándolo a inclinarse hacia mí, a enfrentar mi mirada encendida. Pude sentir cómo su cuerpo temblaba levemente, no de miedo, sino de un deseo contenido que comenzaba a desgarrar su autocontrol. Sus pupilas se dilataron, sus ojos fijos en mis labios, como si estuviera a punto de devorarme.

—Amo mío… —jadeé, con los labios rozando su mandíbula, mi voz ronca, casi quebrada por la emoción—. No huyas más.

Entre nosotros ya no quedaba distancia. Pecho contra pecho, alientos entrelazados. Mis dedos siguieron su camino por su clavícula, por su hombro, hasta detenerse en el borde de su camisa, deslizándose apenas hacia abajo, como si cada movimiento prometiera cruzar una línea peligrosa. Su cuerpo ardía entre mis brazos, y su respiración se volvía cada vez más entrecortada, como si contuviera un gemido a cada inhalación.

—No puedes engañarme, Calix —dije casi sobre sus labios, nuestras respiraciones mezcladas—. Siempre me has deseado. Desde que éramos niños, nunca supiste esconderlo. Y ahora ya no soy esa dama intocable... ahora soy solo una esclava rota. Entonces, ¿por qué no actúas? ¿No llevas años fantaseando con tenerme bajo ti, con poseerme por completo?

Un gemido sordo escapó de su garganta, como si su última pizca de razón estuviera por derrumbarse. Su mano temblorosa acarició mi rostro, su pulgar rozó mis labios, y sus ojos se deslizaron hacia mi pecho con la concentración de una bestia antes del ataque.

Nuestra respiración era ya un caos; el aire a nuestro alrededor parecía distorsionado por el fuego del deseo.

Pero justo cuando estaba a punto de inclinarse para besarme... se detuvo.

Cerró los ojos, como si retirarse de aquel incendio le costara el alma. Dio un paso atrás bruscamente, separando nuestros cuerpos al borde del abismo. Respiraba con dificultad, su garganta subía y bajaba con violencia, sus ojos cargados de una lucha interna y un deseo inconcluso.

La razón había vencido.

Sabía que si caía, nos arrastraría a los dos al abismo.

Y en su mirada, la tristeza cortaba como una daga mi pecho abierto.

Porque entendía la verdad más cruel: Él me deseaba… y también iba a destruirme. Ya no había forma de volver a lo que alguna vez fuimos.

Guardó silencio por un rato, el sonido de nuestra respiración llenando el vacío del despacho. Finalmente, con un suspiro que pareció arrancar de su alma, sacó un pergamino del cajón de su escritorio, el mismo que mi padre adoptivo había guardado con tanto recelo. Me lo entregó, sus dedos rozando los míos, un último contacto cargado de significado, una despedida.

__Esta es tu acta de esclavitud,__dijo, su voz apenas un murmullo, teñida de resignación__A partir de ahora, eres libre. No tienes que rendirle cuentas a nadie. Eres dueña de tu propio destino.

Tomé el pergamino, mis dedos temblaron al sentir el papel, pero no mostré fragilidad. Era el símbolo de mi pasado, sí, pero también la llave de mi futuro. Lo apreté con fuerza, como si la libertad pudiera escaparse.

Me miró, sus ojos fijos en los míos, su voz muy baja, casi inaudible, una última pregunta, un último intento de conexión:

__¿Qué planes tienes ahora que tienes tu acta? ¿A dónde irás? ¿Puedes sobrevivir sola en este mundo cruel?.

No respondí. Solo lo miré en silencio, una última vez, grabándome su imagen, la complejidad de sus ojos, la tensión de su cuerpo, el tormento en su mirada. Y me volví para marcharme, hacia la puerta que me llevaría a la incertidumbre.

No miré hacia atrás.

En ese momento, sabía lo que había perdido: una familia, un hogar, un amor incierto y doloroso que nunca podría florecer. Y también sabía que finalmente tenía la libertad, una libertad amarga y solitaria, pero mía. El camino por delante era incierto, lleno de peligros y desafíos, pero lo recorrería, sola y sin ataduras, con el pergamino de mi liberación apretado en la mano, un recordatorio constante de mi fuerza y mi independencia. La jaula se había abierto.

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